«No es sangre, es rojo». El capitalismo gore y el cine gore // Jun Fujita Hirose


La carne viva que se abre no es, en ninguna instancia, una metáfora.
Sayak Valencia

Como género cinematográfico, el gore nació con una película específica en un momento preciso de la historia del cine. En 1963, en el momento del estreno estadounidense de Blood Feast, dirigida por Herschell Gordon Lewis, el productor de la película, David F. Friedman, mandó a Jean-Claude Romer, actor francés y entonces redactor en jefe de la revista francesa Midi-Minuit Fantastique, una carta en la cual describió Blood Feast como la primera película «blood and gore», empleando por primera vez en ese contexto la palabra inglesa gore (crúor), cuya aparición en su ortografía actual se remonta al siglo xii, pero que había quedado en desuso desde hacía mucho tiempo.

Blood Feast se distinguió por mostrar explícitamente efusiones de sangre. La primera pregunta que debemos plantearnos es: ¿por qué en este momento y no en otro el cine hizo visible de forma manifiesta el derramamiento de sangre? Sabemos que se trata del mismo período en el que apareció una serie de nuevos cines, como la nouvelle vague francesa (Jean-Luc Godard, François Truffaut, Jacques Rivette, Éric Rohmer…), el cinema novo brasileño (Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos…) o el independent cinema neoyorquino (Jonas Mekas, John Cassavetes, Shirley Clarke…). Estos movimientos compartían la primacía de la imagen sobre el montaje, que heredaron del neorrealismo italiano o, más precisamente, de las películas de Roberto Rossellini, cuya famosa fórmula dice: «Las cosas ya están. ¿Para qué manipularlas?». Dado que las imágenes ya existen, dotadas de valores propios, ¿para qué valorizarlas poniéndolas en montaje? Si el cine clásico consistió en producir nuevos valores (plusvalías) a través de la puesta en montaje de un conjunto de imágenes, los nuevos cines, que podemos englobar en el término de cine moderno, mostraron las imágenes con sus valores respectivos, en su autovalorización. El cine moderno muestra, el clásico monta. El gore, tal y como lo inventó Lewis, no sólo es contemporáneo del cine moderno, sino que forma parte de él plenamente. Si en el terror clásico el montaje producía el efecto detrás de las imágenes, que no eran en sí necesariamente terroríficas, el gore no tiene nada que producir en ese sentido: todo es materializado, visibilizado y expuesto en la superficie.

Sayak Valencia ha propuesto el concepto de “capitalismo gore”, en referencia al género cinematográfico y a las imágenes de derramamiento de sangre que éste llevó a la pantalla. Nuestra segunda pregunta es: la aparición del cine gore en los años sesenta, en esa bisagra en la historia del cine, ¿prefiguró la del capitalismo gore en la sociedad mexicana contemporánea? Cada uno se produce a partir de un fenómeno parecido en su campo respectivo: la caída de las cadenas de montaje. Por un lado, el cine gore –o el cine moderno– apareció para liberar a las imágenes, a las que el cine clásico había sujetado en el montaje para hacerlas producir plusvalías estéticas (sensibles, afectivas, narrativas) a través de su cooperación colectiva. Se puede decir que el gore desmanteló esa cultura laboral y a la sociedad obrera fundada en ella: una imagen ya no se relaciona con las demás en el trabajo colectivo sino que se autovaloriza, opera con relación a sí misma. En cuanto al capitalismo gore, Valencia lo define como una «respuesta directa a la crisis postfordista». Es la respuesta del capital mexicano a una situación en la que el modelo de producción desarrollista, basado en la explotación del trabajo asalariado, principalmente fabril, ha perdido validez. Según la filósofa mexicana, la reestructuración gore del capitalismo mexicano implica esencialmente a las fuerzas productivas masculinas, desligadas de las cadenas de montaje tayloristas y pulverizadas en una multitud de átomos precarizados, y consiste en reorientarlas hacia el narcotráfico y reorganizarlas, así, en las relaciones de producción narcoextractivistas: si el desarrollismo del siglo xx fue concebido como una industrialización que sustituía a las importaciones, el neodesarrollismo del siglo xxi, en su versión mexicana y gore, se basa, por así decirlo, en una narcotraficación que sustituye a la industrialización.

¿Se puede hablar de la primacía de la imagen sobre el montaje a propósito del capitalismo gore? Valencia ciertamente lo afirma. En su libro Capitalismo gore (2010) puede leerse: «el uso de la violencia frontal se populariza cada vez más entre las poblaciones desvalidas y es tomada, en muchos casos, como una respuesta al miedo a la desvirilización que pende sobre muchos varones dada la creciente precarización laboral y su consiguiente incapacidad para erigirse, de modo legítimo, en su papel de macho proveedor». Si es verdad que los sujetos masculinistas, sintiéndose expuestos a la crisis de identidad de género, bajo el desmantelamiento posdesarrollista de las condiciones laborales, se dejan conectar a las nuevas cadenas de montaje, que son las de los narcotraficantes, lo hacen con el fin de ser nuevamente heroificados, reafirmándose en su imagen de macho. Al menos desde el punto de vista de estos sujetos masculinistas, a los que Valencia llama «endriagos», en el capitalismo gore lo fundamental reside en la autovalorización estética o ética de sí mismos en la superficie de las imágenes, respecto a la cual se relega la producción de riqueza económica (proceso de valorización del capital) que efectúan en su trabajo colectivo a través del narcomontaje.

Ni la causa política de una revolución nacional ni la económica del desarrollismo industrial garantizan a los sujetos masculinistas la legitimidad de su hegemonía machista en la sociedad mexicana, que se revela hoy política y económicamente distópica. En la distopía posdesarrollista del siglo xxi, lo macho no puede persistir sino en el nivel de las imágenes, y el machismo no puede obtener legitimación más que en sí mismo, es decir, al exprimirse materialmente en su imagen literal, lo que requiere, precisamente, todo tipo de «prácticas gore». La sangre machista ya no debe quedarse en las venas, bajo la piel, sino que debe derramarse, de tal suerte que constituya la imagen en la que lo macho se visibiliza literalmente. Así lo señala Valencia: «la demostración de la virilidad en su manifestación como violencia, de la cual los sujetos endriagos son una encarnación literal». Y esta cuestión de la literalidad nos remite de nuevo al cine de Lewis.

¿Que es la literalidad en el cine? Una imagen literal es la que rechaza toda valorización metafórica o figurativa. Hay una famosa anécdota en torno a Pierrot el loco, realizada por Godard en 1965, en la época de las películas gore de Lewis. En una entrevista publicada en Cahiers du Cinéma con ocasión del estreno del filme, a los críticos de la revista que señalaban que «se ve mucha sangre en Pierrot el loco», el cineasta contestó: «No es sangre, es rojo». Esta respuesta debe entenderse de dos maneras distintas y complementarias: el color rojo ya no remite a la sangre sino sólo a sí mismo; la propia sangre ya no remite a un sentido profundo, sólo a su color rojo superficial. En la película de Godard, mientras la pintura roja se muestra manifiestamente como tal, la sangre se aleja definitivamente de todos sus valores imaginarios o simbólicos social y culturalmente determinables, así que podríamos hablar de una deconstrucción colorista: el rojo deconstruye la sangre.

Ocurre exactamente lo mismo con el cine de Lewis. Blood Feast cuenta la historia de un proveedor de comida egipcio que mata a una serie de mujeres en los suburbios de Miami, con el fin de usar partes de sus cuerpos para revivir a una diosa que duerme desde hace cinco mil años. Sin embargo, la tendencia colorista que comparte Lewis con Godard impide a la película que lleve a cabo este proceso de producción de plusvalía divina a través de la puesta en montaje del conjunto de partes corporales amputadas. La sangre derramada, con la que se mancha la piel de los cuerpos rajados y en la que se bañan los órganos fragmentados entra en relación de resonancia puramente óptica con los otros objetos del mismo color (ropas, cortinas, tapas de botellas, etc.), diseminados a lo largo de toda la película, de tal suerte que en la superficie de las imágenes se teje un diagrama cromático independiente, que no remite a ningún sentido profundo. Así, en el cine gore, desde su primera película, la sangre pierde toda profundidad metafórica y se pierde en su literalidad óptica colorista.

En su tercera película gore, Color Me Blood Red, rodada en el mismo año que Pierrot el loco, Lewis pone como tema central la exploración de una zona de indiscernibilidad entre la sangre y la pintura roja. La película narra la historia de un artista que, criticado por no tener un buen sentido del color, decide usar sangre humana como pigmento para dar fuerza a sus cuadros. Lo que es interesante en esta película es el hecho de que se embarcan la sangre y la pintura en un doble devenir: no se trata sólo del devenir-pintura de la sangre, sino también del devenir-sangre de la pintura roja. De ahí la importancia particular de la escena inaugural, en la que se pone en acto el título (¡coloréame de rojo sangre!) al pie de la letra: al trabajar en su estudio, el protagonista golpea accidentalmente a su novia con su pincel, de manera que le mancha el cuello de pintura roja. La escena es ingeniosa, pues va más allá de mostrar el devenir-sangre de la pintura: al mismo tiempo, la sangre deviene puro color, entrando en relación de resonancia con los leotardos rojos que la mujer lleva puestos. Ocurre lo mismo, de manera invertida, cuando el pintor usa sangre para elaborar sus obras.

Todo esto nos lleva a la última pregunta, fundamental: ¿se puede decir «no es sangre, es rojo» ante el intransigente despliegue tentacular del capitalismo gore en la sociedad mexicana contemporánea? Al esparcirse fuera de las venas, la sangre machista se manifiesta de manera más explícita y feroz que nunca, y no puede impedirse allanar su dimensión puramente óptica. En lo gore, la sangre se deconstruye siempre-ya por sí misma. En este sentido Valencia apunta la reversibilidad entre machismo gore y transfeminismo, pues ambos «surgen dentro del contexto de la globalización y ante sus exigencias se configuran como formas de disidencia y de lucha, aunque con intenciones distintas». En el México gore y distópico, el rojo, si ya no remite a ningún flujo codificado o metaforizado, remite sólo a la sangre ya transfeminista, a saber, los flujos de decodificación permanente en cuya ontología debería radicarse la construcción de una nueva sociedad. (La Tempestad 102, Mayo-junio de 2015)