Disputando la tierra // Maura Brighenti
El indigenismo de Mariátegui: entre crítica de la colonialidad y
búsqueda de lo común
Nada es tan estéril como
el proceso a la historia,
así cuando se inspira en
un intransigente racionalismo,
como cuando reposa en un
tradicionalismo estático.
‘Indietro non si torna’[1].
Mi trabajo se desenvuelve
según el querer de Nietzsche, que no amaba al autor contraído a la producción
intencional, deliberada de un libro, sino a aquél cuyos pensamientos formaban
un libro espontánea e inadvertidamente. Muchos proyectos de libro visitan mi
vigilia; pero sé por anticipado que sólo realizaré los que un imperioso mandato
vital me ordene. Mi pensamiento y vida constituyen una sola cosa, un único
proceso. Y si algún mérito espero y reclamo que me sea reconocido es el de
–también conforme a un principio de Nietzsche- meter toda mi sangre en mis
ideas[2].
Mariátegui introduce su
obra más conocida, los Siete ensayos de
interpretación de la realidad peruana (1928), con una advertencia que los
sitúa en un campo radicalmente diferente del rigor racionalista y cientificista
de la ortodoxia marxista-leninista de su época. Un ensayo, como una batalla, no
tiene éxito cierto, se define en su devenir. Sin embargo, si no existe ninguna
verdad a priori que guía la interpretación de la realidad, en algo Mariátegui
se aferra con grande rigor: un método. Es, en efecto, en torno a un método que
Mariátegui construye su Defensa del
marxismo –título de una compilación de ensayos escritos al mismo tiempo en
el que se consuma su ruptura con la Tercera Internacional: “Marx no tenía por
qué crear más que un método de interpretación histórica de la sociedad actual”,
escribe Mariátegui. Si se quiere defender el marxismo de las tesis revisionistas
de Herni de Man y sus aliados es necesario, primero, liberar su potencia
creadora contra quienes lo condena sumariamente y arbitrariamente “como un
simple producto del racionalismo del siglo XIX”[3].
En la América Latina de
comienzos del siglo XX, la palabra “interpretación” adquiere un sentido
profundo. Ya desde el título de su obra más celebre, Mariátegui está afirmando
que la aplicación a América Latina del método marxiano de la interpretación
histórica es un gesto plenamente legítimo. “La concepción materialista de Marx
nace, dialécticamente, como antítesis de la concepción idealista de Hegel”[4]:
el marxismo antihegeliano de Mariátegui asume una tonalidad radicalmente
anticolonial. América Latina no es un continente sin historia a la espera de
cumplir los ciclos progresivos que marcaron el desarrollo histórico de Europa.
No está condenada a repetir sus etapas según ese mimetismo ciego tan típico del
academismo peruano, lleno de metafísica y retórica. Descubrir el Perú profundo
–mandato vital que Mariátegui asume después de su retorno del viaje a Europa-
es descubrir su presencia particular al interior de un mundo al que el capital,
durante su expansión hegemónica, imprimió su forma.
Se trata de una premisa
metodológica y política crucial para entender tanto el núcleo central de la
polémica con los dirigentes latinoamericanos de la Tercera Internacional, como
la complejidad y la belleza de un libro como los Siete ensayos. Introducidos por aquel gesto nietzschiano, los Siete ensayos pueden ser plenamente asumidos
como una crítica de la economía política peruviana, bajo la condición, es
cierto, de no reducir la economía política a un mero economicismo[5].
El pecado original de la Conquista
No es posible comprender
la realidad peruana sin buscar y sin mirar el hecho económico. La nueva
generación no lo sabe, tal vez, de un modo muy exacto. Pero lo siente de un
modo muy enérgico. Se da cuenta de que el problema fundamental del Perú, que es
el del indio y de la tierra, es ante todo un problema de la economía peruana.
La actual economía, la actual sociedad peruana tienen el pecado original de la
conquista. El pecado de haber nacido y haberse formado sin el indio y contra el
indio[6].
Mariátegui comienza su
crítica de la economía política peruana con la misma figura teológica que Marx
usa en El capital para desvelar el
arcano de la acumulación original. Sin embargo, mientras en la Inglaterra del
siglo XVI descrita por Marx la expulsión de los campesinos de las tierras
comunales “constituye el fundamento” del proceso de “trasformación de la
explotación feudal en explotación capitalista”[7],
en Perú la apropiación colonial de la tierra inaugura un régimen económico que,
fundándose principalmente en el latifundio y la explotación de los recursos
naturales, continuará imprimiendo su forma a la sociedad mucho más allá de la
Independencia y el nacimiento de la República. En su crítica de la economía, la
política, la educación, la religión y la literatura –eso es, cada uno de los
ámbitos que, según los “profetas del progreso”, habrían debido generar su
propia síntesis en la creación armónica de la nación peruana- Mariátegui
rastrea los signos de aquel pecado original mimetizados detrás de dispositivos
e instituciones formalmente republicanos y liberales.
Una vez llegados a América,
“los conquistadores no se ocuparon casi sino de distribuirse y disputarse el
pingüe botín de guerra”, “se repartieron las tierras y los hombres, sin
preguntarse siquiera por su porvenir como fuerzas y medios de producción”. El “Pioneer español” –que, para Mariátegui a
diferencia del conquistador anglosajón no devendrá nunca en un “colono”- en
lugar de usar al indio para aumentar la producción, prefirió “perseguir su exterminio”[8]:
“tenía una idea, un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la
naturaleza, pero no tenía casi idea alguna del valor económico del hombre”[9].
Siguiendo una vez más el gesto nietzschiano, ya desde las primeras páginas de
los Siete ensayos Mariátegui se
abstiene de una crítica estrictamente moral del colonialismo, para enfatizar,
más bien, la incapacidad de cálculo económico tanto de los conquistadores como
de sus herederos criollos. Se trata de un aspecto fundamental que volverá en la
polémica con una parte significativa del asociacionismo indigenista de su
tiempo[10].
La incapacidad de cálculo
económico de los conquistadores tuvo como consecuencia la importación de
esclavos y la generalización del “sistema más antisocial y primitivo de colonización”:
si el negro trabaja en cadenas la tierra de la cual el indio había sido
desposeído, a este último se le obligó al trabajo a través del régimen de las
mitas y si “el trabajo del agro, dentro de un régimen naturalmente feudal,
hubiera hecho del indio un siervo vinculándolo a la tierra”, “el trabajo de las
minas y las ciudades debía hacer de él un esclavo”[11].
Luego de consolidarse durante la época de la acumulación y el despojo
coloniales, la presencia de la esclavitud y la servidumbre continuará a
caracterizar las relaciones de producción muchos más allá de la Independencia,
reactualizando el pecado original de la Conquista una vez que el país comienza
a asumir las tenues semblanzas de una economía capitalista. Y a partir de este
momento, aún más que en la época colonial, desvelar al Perú profundo significa
posicionarlo al interior de un escenario internacional ya hecho mundo, como una
periferia de la cual extraer y “enviar al Occidente capitalista los productos
de su suelo y su subsuelo” para recibir, en cambio, “tejidos, máquinas y mil
productos industriales”[12].
¿Es quizás en las gestas de gloriosos ejércitos patrióticos o en una heroica
generación de libertadores –se pregunta Mariátegui- que hay que buscar la razón
última de la Independencia? En la misma época en que toda una élite de
políticos e intelectuales se desempeña para narrar el entramado lineal y
progresivo de una cultura nacional que celebra su primer centenario, la crítica
de Mariátegui desplaza su mito de origen:
Enfocada sobre el plano de
la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las
necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho,
capitalista. El ritmo del fenómeno capitalista tuvo en la elaboración de la
independencia una función menos aparente y ostensible, pero sin duda mucho más
decisiva y profunda que el eco de la filosofía y literatura de los
enciclopedistas[13].
Lo mismo pasó con la
primera grande restructuración económica de la época republicana, cuando, a
mitades del siglo XIX, el descubrimiento de los yacimientos de guano y salitre,
de repente expuestos a la codicia de los capitales británicos, introduce en la
ex colonia un nuevo ciclo de extracción de recursos naturales, en un momento de
fuerte expansión de la industria europea. Si “España nos quería y nos guardaba
como productores de metales preciosos” –afirma Mariátegui- “Inglaterra nos
prefirió como país productor de guano y salitre”:
Lo que cambiaba no era el
móvil: era la época. El oro del Perú perdía su poder de atracción en una época
en que, en América, la vara del pioneer
descubría el oro de California. En cambio el guano y el salitre –que para
anteriores civilizaciones hubieran carecido de valor pero que para una
civilización industrial adquirían un precio extraordinario- constituían una
reserva casi exclusivamente nuestra. El industrialismo europeo u occidental
–fenómeno en pleno desarrollo- necesitaba abastecerse de estas materias en el
lejano litoral del sur del Pacífico[14].
En ese momento irrumpe en
Perú el “capitalismo comercial y financiero”. Flujos de capitales, en su
mayoría británicos, comienzan a circular en Lima y en las zonas costeras y,
pronto, una nueva elite de comerciantes e industriales reivindicará su
participación en las instituciones políticas. A partir de la interacción entre
ese nuevo sujeto “burgués” y la vieja élite latifundista, que controlaba el
interior del país, comienza a tomar forma una oligarquía de gobierno que tendrá
su apogeo entre 1895 y 1919, durante la llamada República Aristocrática,
verdadero blanco de la pluma de Mariátegui ya desde su edad de la piedra[15]. Pero eso ocurrirá sólo
después que la catástrofe de la guerra del Pacifico (1879-1883) se encargó de
mostrar “trágicamente el peligro de una prosperidad económica apoyada o
cimentada casi exclusivamente sobre la posesión de una riqueza natural”, que terminará
por atar el destino del país al imperialismo inglés y luego norteamericano. El
“largo colapso de las fuerzas productoras”, que siguió a la pérdida de los territorios ricos de salitre, “no trajo
como una compensación, siquiera en este orden de cosas, una liquidación del
pasado”[16]:
el pecado original de la conquista se reactualiza una vez más.
Es precisamente en ese
punto que se sitúa el núcleo esencial de la dura polémica de Mariátegui con
Haya de la Torre. Si el fundador del APRA emprende una especie de juego teórico
con Lenin para afirmar que en América Latina, contrariamente que en Europa, el
imperialismo representa “la etapa inicial de su incipiente edad capitalista” y
una política de nacionalizaciones e industrialización hubiera conducido la
transición hacia una economía capitalista de Estado[17],
según Mariátegui la burguesía, en tanto “mediocre metamorfosis de la antigua
clase dominante”[18],
es totalmente incapaz de conducir una revolución industrial y se constituye,
más bien, como sector comercial bajo la dependencia de la burguesía europea:
El capitalismo se
desarrolla en un pueblo semi-feudal como el nuestro, en instantes en que,
llegado a la etapa de los monopolios y del imperialismo, toda la ideología
liberal, correspondiente a la etapa de la libre concurrencia, ha cesado de ser
válida. El imperialismo no consiente a ninguno de estos pueblos semi-coloniales
que explota como mercado de su capital y sus mercaderías y como depósito de sus
materias primas, un programa económico de nacionalización e industrialismo. Los
obliga a la especialización, a la monocultura […]. El destino colonial de país
reanuda su proceso. La emancipación de la economía del país es posible
únicamente por la acción de las masas proletarias, solidarias con la lucha
anti-imperialista mundial[19].
A la crítica del presunto
papel revolucionario de las burguesías nacionales latinoamericanas Mariátegui
dedica uno entre sus textos más celebres y discutidos, Punto de vista anti-imperialista (1928). La tesis es que “en los
países de pauperismo español”, el “factor nacionalista” no constituya un
elemento “decisivo ni fundamental en la lucha anti-imperialista”. Por un lado, porque
“la revolución de la Independencia está relativamente demasiado próxima, sus
mitos y símbolos demasiado vivos, en la conciencia de la burguesía y la pequeña
burguesía” para que ellas estén dispuestas a “admitir la necesidad de luchar
por la segunda independencia, como suponía ingenuamente la propaganda aprista”;
por otro, porque “la empresa yanqui representa mejor sueldo, posibilidad de
ascensión, emancipación de la empleomanía del Estado, donde no hay porvenir
sino para los especuladores”:
En estos países de
pauperismo español, repetimos, la situación de las clases medias no es la
constatada en los países donde estas clases han pasado de un período de libre
concurrencia, de crecimiento capitalista propicio a la iniciativa y al éxito
individual, a la opresión de los grandes monopolios[20].
Además de la célebre
crítica leninista del imperialismo –con la que Mariátegui afirma más de una vez
su proximidad- resuena aquí Risorgimento senza
eroi del Piero Gobetti. El encuentro con un fascismo en rápida expansión empuja
al historiador italiano hacia la investigación de las razones de una tal
“liquidación reaccionaria” de los principios liberales sobre los que, al menos
en la letra, la monarquía constitucional se fundaba. Gobetti rencuentra así una
Italia “provincial, güelfa y papalina” que debió su unificación nacional más a
“coyunturas de política europea” que a la acción de sus multitudes; que a la
“valiente lucha política” prefiere un “quieto ·espíritu de conciliación” y a la
reivindicación de su autonomía, un difuso “parasitismo”[21].
Si a partir de la ruptura
con Haya de la Torre Mariátegui se dedicará a reflexionar sobre el vínculo entre
fascismo y caudillismo, de la atmosfera respirada en los círculos de la izquierda
turinés retoma, más en general, una teoría de la formación de las culturas
nacionales que se distanciará radicalmente tanto de la de los movimientos
anti-imperialistas latinoamericanos como de la Tercera Internacional. La
“nación inconclusa” peruana no sería otra cosa que el resultado de una
“revolución sin revolución”. Si Mariátegui no pudo conocer los Cuadernos de la cárcel, publicados
muchos años después de su muerte, ciertamente leyó la revista Ordine Nuovo[22],
cuyo mediante se nutrió de los exordios de una reflexión que, luego, llevó a
Antonio Gramsci a reelaborar la categoría de “revolución pasiva” para aplicarla
a un desarrollo histórico –como el italiano- donde, en “la ausencia de una
iniciativa popular unitaria”, las “clases dominantes” reaccionan al “subversivismo
esporádico, elemental, inorgánico de las masas populares con restauraciones que
han acogido una cierta parte de las exigencias populares de abajo” pero salvando
“siempre su particular”[23].
En la traducción peruana de esas argumentaciones, Mariátegui reencuentra, una
vez más, la reproducción poscolonial del pecado original de la Conquista, el
hecho de haber sistemáticamente ignorado el “factor humano”:
Mientras el Virreinato era
un régimen medieval y extranjero, la República es formalmente un régimen
peruano y liberal. Tiene, por consiguiente, la República deberes que no tenía
el Virreinato. A la República le tocaba elevar la condición del indio. Y
contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su
depresión y ha exasperado su miseria. La República ha significado para los
indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado
sistemáticamente de sus tierras[24].
Si la revolución de la
independencia abre las puertas del país a los capitales británicos y a la
formación de enclaves capitalistas, la estructura social profunda sigue
fundándose en el latifundio y, por consiguiente, en relaciones de tipo feudal:
Para que la revolución
demo-liberal [la referencia es a Rusia] haya tenido estos efectos, dos premisas
han sido necesarias: la existencia de una burguesía consciente de los fines y
los intereses de su acción y la existencia de un estado de ánimo revolucionario
en la clase campesina y, sobre todo, su reivindicación del derecho a la tierra
en términos incompatibles con el poder de la aristocracia terrateniente. En el
Perú, menos todavía que en otros países de América, la revolución de la
independencia no respondía a estas premisas[25].
La disputa por la tierra
La cuestión indígena
arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la
tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o
policía, con métodos de enseñanza o con obra de vialidad, constituye un trabajo
superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los gamonales[26].
En el Perú poscolonial no
se cumplieron las premisas para la transformación del régimen de propiedad de
la tierra. Si bien la legislación republicana del siglo XIX intentó promover el
desarrollo de la pequeña propiedad, no solo no logró limitar al latifundio,
sino que terminó entregando a los propios latifundistas las tierras de las
comunidades indígenas que contribuyó a disgregar. Aun en este caso, la crítica
de Mariátegui no se dirige tanto a la ideología liberal que inspiraba la nueva
política agraria y que “si correctamente aplicada”, “debía haber dado fin al
dominio feudal de la tierra convirtiendo a los indígenas en pequeños
propietarios”. En cuestión es el hecho de que el individualismo, implícito en
una revolución demo-liberal, no habría podido encontrar su origen en la
“constitución del Estado” o “dentro de un código civil”. Como en Gramsci, se
trata de que a la acción de las fuerzas productivas se sustituyó un reformismo
estatal destinado, en la mejor de las hipótesis, a permanecer del todo nominal
y, en la peor, a actuar precisamente contra aquellos sujetos a los que hubiera
debido proteger: los campesinos-indígenas subalternos o, como los nombra
Mariátegui, en “condición extrasocial”[27].
Si bien “comprendía un
conjunto de medidas que significaban la emancipación el indígena como siervo”
–por ejemplo, la abolición “formal” de las mitas y de las encomiendas-, por el
hecho de dejar “intactos el poder y la fuerza de la propiedad feudal”, la
legislación republicana terminó invalidando “sus propias medidas de protección
de la pequeña propiedad y del trabajador de la tierra”: “la abolición de la
servidumbre no pasaba, por esto, de ser una declaración teórica. Porque la
revolución no había tocado el latifundio”[28].
De tal manera, “a despecho del liberalismo teórico de nuestra Constitución y de
las necesidades prácticas del desarrollo de nuestra economía capitalista”, -escribe
Mariátegui- “durante un siglo de República, la gran propiedad agraria se ha
reforzado y engrandecido”[29].
Si el latifundio sigue
caracterizando el paisaje del interior del país, las propias haciendas agrícolas
de la costa, aun usando modos y técnicas de producción capitalista, reproducen,
muy a menudos, relaciones de producción de origen feudal. Y eso porque la
tierra sigue perteneciendo a los viejos señores feudales que, ahora
“intermediarios del capital extranjero”, adoptan la “práctica” pero no el
“espíritu” del capitalismo, continuando “a considerar el trabajo con el
criterio de esclavistas y negreros”. Sin
una comunicación con los alrededores y las ciudades cercanas, en las haciendas
gobierna una suerte de autarquía donde “la autoridad de los funcionarios
políticos o administrativos, se encuentra de hecho sometida a la autoridad del
terrateniente en el territorio de su dominio”:
Éste considera
prácticamente a su latifundio fuera de la potestad del Estado, sin preocuparse
mínimamente de los derechos civiles de la población que vive dentro de los
confines de su propiedad. Cobra arbitrios, otorga monopolios, establece
sanciones contrarias siempre a la libertad de los braceros y de sus familias.
Los transportes, los negocios y hasta las costumbres están sujetas al control
del propietario dentro de la hacienda. Y con frecuencia las rancherías que
alojan a la población obrera, no difieren grandemente de los galpones que
albergaban a la población esclava[30].
Volviendo a la cartografía
del Perú profundo, Mariátegui propone una importante comparación entre los
regímenes de explotación de la mano de obra en el latifundio peruano y el
sistema del otrabotki difuso en la
Rusia de los zares:
El sistema del otrabotki ruso presentaba todas las
variedades del arrendamiento por trabajo, dinero o frutos existentes en el
Perú. Para comprobarlo no hay sino que leer lo que acerca de ese sistema
escribe Schkaff en su documentado libro sobre la cuestión agraria en Rusia […] En
la agricultura de la sierra se encuentran particular y exactamente estos rasgos
de propiedad y trabajo feudales. El régimen del salario libre no se ha desarrollado
ahí. El hacendado no se preocupa de la productividad de las tierras. Sólo se
preocupa de su rentabilidad. Los factores de la producción se reducen para él
casi únicamente a dos: la tierra y el indio. La propiedad de la tierra le
permite explotar ilimitadamente la fuerza de trabajo del indio. La usura
practicada sobre esta fuerza de trabajo –que se traduce en la miseria del
indio-, se suma a la renta de la tierra, calculada al tipo usual de
arrendamiento. El hacendado se reserva las mejores tierras y reparte las menos
productivas entre sus braceros indios, quienes se obligan a trabajar de
preferencia y gratuitamente las primeras y a contentarse para su sustento con
los frutos de las segundas. El arrendamiento del suelo es pagado por el indio
en trabajo o frutos, muy rara vez en dinero, más comúnmente en formas
combinadas o mixtas[31].
Como en la Rusia feudal,
en el Perú colonial las comunidades y el latifundio coexisten. Si Schkaff muestra
cómo, bajo el régimen feudal, el mir
–comuna rural- se ha ido trasformando en un “medio de explotación” de los
propios campesinos, Mariátegui observa cómo, durante la época colonial, la
comunidad indígena peruana haya devenido en “una rueda de su (del Rey y de la
iglesia) maquinaria administrativa y fiscal”. A menudo eran las propias
autoridades indígenas designadas por las familias campesinas la que ejercían la
función de mediación entre la comunidad y el latifundio, distribuyendo las
parcelas de tierra por arrendar, cobrando los tributos y el porcentaje de
productos para el propietario, encargándose, en definitiva, de “organizar y
ordenar el funcionamiento productivo de la hacienda”:
La convivencia de
“comunidad” y latifundio en el Perú está, pues, perfectamente explicada, no
sólo por las características del régimen del Coloniaje, sino también por la
experiencia de la Europa feudal. Pero la comunidad, bajo este régimen, no podía
ser verdaderamente amparada sino apenas tolerada. El latifundista le imponía la
ley de su fuerza despótica sin control posible del Estado. La comunidad
sobrevivía, pero dentro de un régimen de servidumbre. Antes había sido la
célula misma del Estado que le aseguraba el dinamismo necesario para el bienestar
de sus miembros. El coloniaje la petrificaba dentro de la gran propiedad, base
de un Estado nuevo, extraño a su destino[32].
La comparación entre el
colonialismo en Perú y el feudalismo en Rusia es, en efecto, lo que le permite
a Mariátegui quebrar esa imagen de un desarrollo lineal, para etapas sucesivas,
aun dominante en su época y, en particular, entre los delegados
latinoamericanos ultra-ortodoxos de la Tercera Internacional. Es cierto,
Mariátegui no pudo conocer la respuesta a Vera Zasulich –publicada muchos años
después- en donde Marx entreveía en la comuna rural “el punto de apoyo de la
regeneración social en Rusia”[33].
Y, sin embargo, en su descubrimiento del Perú profundo, encontrará en las
comunidades indígenas esos “elementos de socialismos prácticos” que
sobrevivieron tanto a su petrificación durante el régimen colonial, como a su
desmembramiento en la siguiente legislación republicana. Lo probarían los
motines y las rebeliones que marcan el paisaje del interior del país y cuya
exacerbación, ya en plena época poscolonial, tiene que ver precisamente con el
uso colectivo de la tierra, amenazado por la continua expansión de los
latifundios. Durante tres siglos de expoliación y opresión- escribe Mariátegui-
“el comunismo ha seguido siendo para el indio su única defensa”, como muestran
los “robustos y tenaces hábitos de cooperación y solidaridad que son la
expresión empírica de un espíritu comunista”:
Cuando la expropiación y
el reparto parecen liquidar la “comunidad”, el socialismo indígena encuentra
siempre el medio de rehacerla, mantenerla o subrogarla. El trabajo y la
propiedad en común son reemplazados por la cooperación en el trabajo individual[34].
En las comunidades
indígenas-campesinas Mariátegui encuentra, entonces, un elemento fundamental
para la construcción del socialismo indo-americano. Y es precisamente sobre
esta cuestión que se consuma su ruptura con la Tercera Internacional. Una vez
más, la comparación es con Rusia y, en particular, con las tesis de los
populistas. Por ironía de la historia, se podría decir, mientras quedan ocultos
los últimos escritos de Marx sobre Rusia y su intención de dedicarse a los
estudios antropológicos y etnográficos para descubrir
las sociedades no occidentales, en el curso de la Primera Conferencia Comunista
de Buenos Aires en 1929, los delegados de la Tercera Internacional acusan a la
perspectiva de Mariátegui de deriva populista “pequeño-burguesa”. Como bien señala
José Aricó, bajo la conducción de Stalin el marxismo-leninismo pretendía que se
acentuará en cada lugar “el carácter clasista y proletario” del partido, en el
cuadro de “una campaña de bolchevización que en la situación específica de
dependencia y atraso de América Latina hubiera llevado necesariamente al
aislamiento y al sectarismo”[35].
Al mismo tiempo, se pretendía separar la lucha indígena de la lucha
revolucionaria, generalizando una línea separatista inspirada por las
reivindicaciones de los afroamericanos en Estados Unidos.
Desde el pecado original
de la conquista, el problema del indio es un problema económico, no se cansará
nunca de repetir Mariátegui. Y mientras en el Occidente europeo el tiempo
amorfo del progreso ya se está acabando entre los campos de guerra del
imperialismo, en la periferia peruana la actualidad del problema del indio
revela muy potentemente la simultaneidad de aquellas épocas que, a partir de su
propio origen, la modernidad capitalista trazó como recíprocamente excluyentes.
No podría ser más explícita la conclusión del Esquema de la evolución económica que Mariátegui delinea en
apertura de los Sietes ensayos:
Apuntaré una constatación
final: la de que en el Perú actual coexisten elementos de tres economías
diferentes. Bajo el régimen de economía feudal nacido de la Conquista subsisten
en la sierra algunos residuos vivos todavía de la economía comunista indígena.
En la costa sobre un suelo feudal, crece una economía burguesa que, por lo
menos en su desarrollo mental, da la impresión de una economía retardada[36].
Si desde el punto de vista
de Occidente, “reciprocidad, esclavitud, servidumbre y producción mercantil
independiente son todas percibidas como una secuencia histórica previa a la
mercantilización de la fuerza de trabajo”, como “pre-capital”, en América
Latina “ellas no emergieron en una secuencia histórica unilineal; ninguna de
ellas fue una mera extensión de antiguas formas pre-capitalistas, ni fueron
tampoco incompatibles con el capital”. Al contrario, estos modos de
organización del trabajo “no sólo actuaban simultáneamente, sino que estuvieron
articuladas alrededor del eje del capital y del mercado mundial”: “juntas
configuraron un nuevo sistema: el capitalismo”[37].
Este es el núcleo central de la larga reflexión de Aníbal Quijano -uno entre
los más agudos lectores de Mariátegui- en torno a la “colonialidad del poder”
cómo dispositivo de funcionamiento de la modernidad capitalista en su conjunto.
Además de ofrecer las herramientas para un análisis histórico del poder y las
múltiples técnicas de disciplinamiento, la imagen de la simultaneidad de épocas
y relaciones de producción abre también la posibilidad de pensar la complejidad
de las sociedades contemporáneas. Mirando a la Bolivia de los años de hegemonía
neoliberal, Álvaro García Linera se refiere a una “modernidad barroca” en donde
“el taller informal, el trabajo a domicilio y las redes sanguíneas de las
clases subalternas” han sido subordinados, “de manera consciente y
estratégica”, “a los sistemas de control numérico de la producción (industria y
minería) y los flujos monetarios de las bolsas extranjeras (la banca)”. El
resultado sería un modelo de acumulación “híbrido, que unifica, en forma
escalonada y jerarquizada, estructuras productivas de los siglos XV, XVIII y
XX, a través de tortuosos mecanismos de exacción y extorsión colonial de las
fuerzas productivas domésticas, comunales, artesanales, campesinas y
pequeño-empresariales de la sociedad boliviana[38].
Con una orientación parecida se mueve la reflexión del filósofo ecuatoriano
Bolívar Echeverría que individua en la temprana afirmación de un “ethos
barroco” la forma específica cuyo mediante las colonias españolas de América
tuvieron acceso a la modernidad capitalista. El “ethos barroco” se habría
desarrollado en un primer momento“entre las clases bajas y marginales de las
ciudades mestizas del siglo XVII y XVIII, en torno a la vida económica informal
y transgresora que llegó incluso a tener mayor importancia que la vida
económica formal y consagrada por las coronas ibéricas”. Una “estrategia de la
sobrevivencia” inventada espontáneamente por la población indígena que, tras el
permitir que “los restos de su antiguo código civilizatorio fuesen devorados
por el código civilizatorio vencedor de los europeos”, pusieron en escena una
“re-construcción” de la civilización europea-ibérica que terminó por reproducir
algo totalmente diferente del modelo: “una puesta en escena absoluta, barroca:
la performance sin fin del mestizaje[39].
Un mestizaje hecho de cuerpos, cálculos y estrategias, tan diferente de la
versión utópica, cargada de hegelismo, difundida en la época de Mariátegui y,
en formas quizás más sofisticadas, aún hoy. En su largo Proceso a la literatura, Mariátegui no olvida reseñar La raza cósmica (1925) de José
Vasconcelos:
El mestizaje que
Vasconcelos exalta no es precisamente la mezcla de las razas española, indígena
y africana, operada ya en el continente, sino la fusión y refusión
acrisoladoras, de las cuales nacerá, después de un trabajo secular, la raza
cósmica. El mestizo actual, concreto, no es para Vasconcelos el tipo de una
nueva raza, de una nueva cultura, sino apenas su promesa. La especulación del
filósofo, del utopista, no conoce límites de tiempo ni de espacio. Los siglos
no cuentan en su construcción ideal más que como momentos[40].
“En la misma medida en que
aspira a predecir el porvenir” –sigue Mariátegui- Vasconcelos suprime e ignora
el presente” y “nada es más extraño a su especulación a su intento que la crítica de la realidad
contemporánea, en la cual busca exclusivamente los elementos favorables a su
profecía”[41]. Como a Bolívar Echeverría, a Mariátegui le
interesan los mestizos en carne y hueso, sobre todo si el mestizaje se refiere
más a un conjunto de prácticas que a una cuestión meramente étnica. En este
sentido, podemos ver en el mestizaje tanto un dispositivo de dominación como la
adopción de prácticas de resistencia y afirmación en la diferencia por parte de
los subalternos[42].
Si fue necesario para el
“restablecimiento de la explotación del trabajo” en el pasaje de la encomienda
a la “realidad de la hacienda propia de una modernidad afeudada”[43]
–, en una época en la que la crisis de la civilización, en tanto “crisis del
proyecto de la modernidad”, se hace cada vez más evidente, el “ethos barroco”
puede emerger como una “estrategia de afirmación, de corporeidad concreta del
valor de uso” que termina resignificando las relaciones de dominación[44].
De esta manera podemos pensar las experiencias coloniales y poscoloniales
latinoamericanas como laboratorios complejos de experimentación de la
modernidad. Como podemos ver, en la atención obstinada de Mariátegui por el
problema de la articulación entre los modos de explotación, las formas de
trabajo y los sujetos sociales, una anticipación importante para entender tanto
las tensiones como las posibilidades que se abren en el presente global[45].
En su vía al socialismo indo-americano, por ejemplo, los mineros deberían jugar
un papel fundamental. Indígenas, y casi siempre campesinos, los mineros vuelven
a sus tierras cuando terminan el trabajo estacional. Y, por lo tanto, pueden
difundir el germen del socialismo y de las luchas proletarias dentro de las
comunidades más lejanas: “los indios campesinos no entenderán de veras sino a
individuos de su seno que les hablen su propio idioma. Del blanco, del mestizo,
desconfiarán siempre”[46].
Por eso Mariátegui asigna gran importancia a la cuestión de la raza a la hora
de articular las luchas. Pero, una vez más, con una precisa advertencia:
Las posibilidades de que
el indio se eleve material e intelectualmente dependen del cambio de las
condiciones económico-sociales. No están determinadas por la raza sino por la
economía y la política. La raza, por sí sola, no ha despertado ni despertará al
entendimiento de una idea emancipadora. Sobre todo, no adquiriría nunca el
poder de imponerla y realizarla. Lo que asegura su emancipación es el dinamismo
de una economía y una cultura que portan en su entraña el germen del socialismo[47].
Más allá del Estado-nación: lo común entre mito y
praxis
Es notorio que ha
existido, según se dice, un autómata
construido de tal manera
que resultaba capaz de replicar
a cada jugada de un
ajedrecista con otra jugada contraria
que le aseguraba ganar la
partida.
Un muñeco trajeado a la
turca, en la boca una pipa de narguile,
se sentaba a tablero
apoyado sobre una mesa espaciosa.
Un sistema de espejos
despertaba la ilusión
de que esta mesa era
transparente por todos sus lados.
En realidad se sentaba
dentro un enano jorobado
que era un maestro en el
juego del ajedrez
y que guiaba mediante
hilos la mano del muñeco.
Podemos imaginarnos un
equivalente de este aparato en la filosofía.
Siempre tendrá que ganar
el muñeco
que llamamos “materialismo
histórico”.
Podrá habérsela -sin más
ni más con cualquiera,
si toma a su servicio a la
teología
que, como es sabido, es
hoy pequeña y fea
y no debe dejarse ver en
modo alguno.
(W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia)
Mariátegui cierra su
crítica de la economía política peruana con un largo ensayo que intitula El proceso de la literatura. Si ya en su
“edad de la piedra” dedica muchos artículos a burlarse de la atmosfera
rarefacta y melancólica que se respira en una Lima en donde el tiempo parecerse
haberse detenido, en el transcurso de los años y del rápido subseguirse de los acontecimientos
está cada vez más convencido de que política y cultura constituyen dos caras de
una sola praxis que mira a la trasformación de la sociedad en su conjunto.
Sorprende la cantidad de autores, obras, corrientes y manifestaciones estéticas
que Mariátegui reseña en su crítica cultural: de la literatura colonial a los
“cultores” de la nación peruana, del arte indigenista a las vanguardias
europeas de la que se nutre vorazmente, carne suculenta de una inacabable
herejía antropofágica. Un mare magnum en el que encontrará inspiración su aguda
reflexión sobre el arte burgués, donde la crítica, si bien necesaria, de la
mercantilización del producto artístico no puede constituirse en la justificación
de una mirada nostálgica por una época en la que se presume que el artista
tuviese un papel mucho más importante en la sociedad”, una fuga hacia el pasado
que asume “connotaciones reaccionarias”[48].
Si se debe defender a la
autonomía del arte, lo es bajo la condición de que el artista, en su continua
búsqueda de estéticas y lenguajes, disponga de la intuición de su época,
premisa de toda renovación. Desde este punto de vista, el futurismo italiano
constituye, para Mariátegui, un buen ejemplo: “insurgiendo estrepitosa y
destempladamente contra los vestigios del pasado”, los artistas y escritores
futuristas “afirmaban el derecho y la aptitud de Italia para renovarse y superarse
en la literatura y en el arte”, pero una vez que el movimiento se doblegó a los
principios reaccionarios del fascismo perdió su propio espíritu y su propio
impulso. No fue el caso del futurismo ruso que, apoyando la revolución, “no se
ha dejado domesticar” y continuó “sintiéndose factor del porvenir”. Por eso Mayakowski,
el “cantor de la revolución que ha alcanzado en este oficio sus más perdurables
triunfos”[49],
es el contrapunto perfecto de los intelectuales peruanos reunidos en la llamada
Generación del 900.
Espíritus aristocráticos y
camaleónicos, José Riva Agüero, Francisco García Calderón, Víctor Andrés
Belaunde encarnarían una idea de cultura que, si bien se auto-representa como
modernista, es expresión de un profundo “pasadismo”. Un “pasadismo” todo político:
no “un gesto romántico de inspiración meramente literaria”, porque si “el
romanticismo condena radicalmente el presente en el nombre del pasado o del
futuro”, “Riva Agüero y sus contemporáneos, en cambio, aceptan el presente,
aunque para gobernarlo y dirigirlo invoquen y evoquen el pasado. Se
caracterizan, espiritual e ideológicamente, por un conservatismo positivista,
por un tradicionalismo oportunista”[50].
Reproducen un mimetismo que a la innovación estética y política prefiere la
copia vulgar de un modelo tomado de un pasado otro: “lo nacional, para todos nuestros pasadistas, comienza en lo
colonial”. “El conservatismo no puede concebir ni admitir sino una peruanidad:
la formada en los moldes de España y Roma”[51].
En definitiva, para
Mariátegui el “pasadismo” de la Generación del 900 no difiere mucho de aquella reconstrucción
de una heroica historia nacional puesta en escena por el gobierno de Leguía en ocasión
de la celebración del primer centenario de la Independencia. Si el ascenso al
poder de Leguía se nutrió de la vitalidad producida por una demanda general de renovación
y ruptura con la época oligárquica y patriarcal de la República aristocrática de comienzos del siglo XX –de las luchas
obreras y estudiantil a los movimientos indigenistas y las clases medias en expansión-,
pronto Leguía asumirá con destreza las semblanzas del gran caudillo reformista.
Manipulando cuidadosamente un discurso sobre la nación que coloca su origen
durante las rebeliones anti-españolas en el siglo XVIII y su punto de llegada
en las reformas introducida por su propio gobierno, Leguía contribuyó “al
nacimiento de un mito que todavía se trasmite en los manuales de historia y en
los textos universitarios”[52].
Un mito según el que la independencia fue “ante todo una aventura del espíritu
en la que los peruanos de diversos grupos sociales y diferentes opciones
políticas habrían descubierto la existencia de su país como nación y la
inevitable necesidad de romper con España”[53].
Sin embargo, afirma Mariátegui, sólo “un artificio histórico clasifica a Túpac
Amaru como un precursor de la independencia peruana”. “La revolución de Túpac
Amaru la hicieron los indígenas; la revolución de la independencia la hicieron
los criollos”[54].
Más que un mito, el discurso leguista sobre la nación es una “farsa”, hubiera
dicho Marx. Como Luis Bonaparte un siglo antes, el caudillo peruano evoca “en
su auxilio los espíritus del pasado”[55].
Profundizando la crítica del nacionalismo peruano, Mariátegui termina desvelando
un patrón de poder –el caudillismo- que, lejos de expresar la forma de despotismo
“auténticamente” peruana- como en muchos, antes y después de él, lo
representarán- se nutre más bien de los procesos reaccionarios que se consuman
en el mundo, para reactualizarse, una y otra vez en modos nuevos, tal como se
reactualiza el pecado original del colonialismo.
Todos los elementos
reaccionarios, todos los elementos conservadores, más ansiosos de un capitán
resuelto a combatir contra la revolución que de un político inclinado a pactar
con ella, se enrolaron y concentraron en los rangos del fascismo.
Exteriormente, el fascismo conservó sus aires d’annunzianos; pero interiormente
su nuevo contenido social, su nueva estructura social, desalojaron y sofocaron
la gaseosa ideología d’annunziana. El fascismo ha crecido y ha vencido no como
movimiento d’annunziano sino como movimiento reaccionario; como interés
superior a la lucha de clases sino como interés de una de las clases
beligerantes. El fiumanismo era un fenómeno literario más que un fenómeno político.
El fascismo, en cambio, es un fenómeno eminentemente político. El condotiero
del fascismo tenía que ser, por consiguiente, un político, un caudillo
tumultuario, plebiscitario, demagógico[56].
Si desde su aprendizaje
europeo Mariátegui dedica grande atención a las acciones de Mussolini, la
comparación con un régimen fascista ya arraigado en el poder volverá a la hora
de señalar el peligro de que los movimientos revolucionarios se conviertan en
procesos reaccionarios. La insistencia sobre el “caudillo” italiano ex
socialista sirve a Mariátegui para alertar acerca de las fuerzas de la reacción
que operan al interior de las revoluciones, mucho más peligrosas y “sagaces” de
las que quedan a su exterior. Lo mostraría el nuevo curso de la política
mexicana donde, mientras la parte obreras acentúa día tras día su programa de
“socialización de la riqueza”, las fuerzas burguesas, que disponen de una
“mayor madurez política”, reanudan sus filas y constituyen un “Estado
regulador” que, si bien declara de actuar en nombre de la revolución, produce
su agotamiento, reprimiendo el mismo movimiento del que trajo origen:
El Estado regulador, el
Estado intermedio, definido como órgano de la transición del capitalismo al
socialismo, aparece concretamente como una regresión. No sólo no es capaz de
garantizar a la organización política y económica del proletariado las
garantías de la legalidad demoburguesa, sino que asume la función de atacarla y
destruirla, apenas se siente molestado por sus más elementales manifestaciones.
Se proclama depositario absoluto e infalible de los ideales de la Revolución.
Es un Estado de mentalidad patriarcal que, sin profesar el socialismo, se opone
a que el proletariado –esto es la clase a la que históricamente incumbe la
función de actuarlo- afirme y ejercite su derecho a luchas por él,
autónomamente de toda influencia burguesa o pequeño-burguesa.
Un “Estado intermedio” que
“se parece como una gota de agua a otra gota a las tesis del Estado fascista”[57].
Mariátegui escribe este artículo en el marzo de 1930, cuando ya consumió todas
sus rupturas. Pero ya dos años antes, en una carta a la Célula aprista de
México en la que explicita su oposición a la transformación de la alianza
anti-imperialista en el Partido nacionalista peruano, no acaso evoca la “formación
del fascismo”, de aquellos elementos como Mussolini, Corridoni, Rocca,
Settimelli, Bottai, etc., quienes, disponiendo de una larguísima “historia
revolucionaria” se sirvieron “de los hombres, los camiones y el dinero” que la
burguesía le entregó para cumplir con su “función reaccionaria”. Concluye
Mariátegui:
Me opongo a todo equivoco.
Me opongo a que un movimiento ideológico que, por su justificación histórica,
por la inteligencia y abnegación de sus militantes, por la altura y la nobleza
de su doctrina ganará, si nosotros mismos no lo malogramos, la conciencia de la
mejor parte del país, aborte miserablemente en una vulgarísima agitación
electoral. En estos años de enfermedad, de sufrimiento, de lucha, he sacado
fuerzas invariablemente de mi esperanza optimista en esa juventud que repudiaba
la vieja política, entre otras cosas porque repudiaba los “métodos criollos”,
la declamación caudillesca, la retórica hueca y fanfarrona[58].
Métodos criollos,
caudillismo, reacción, pasadismo. A todo esto, Mariátegui opone un “indigenismo
vanguardista”. La herejía se hace lengua, en una asociación de términos tan
potente como para desplazar radicalmente las coordinadas temporales y
espaciales mediante las cuales se pensaron los procesos de construcción
estado-nacional –y la modernidad política en su conjunto- durante el siglo XIX
y gran parte del siglo XX. Si “lo nacional, para todos nuestros pasadistas,
comienza en lo colonial” y “lo indígena es en su sentimiento, aunque no lo sea
en su tesis, lo pre-nacional”, “la vanguardia propugna la reconstrucción
peruana sobre la base del indio”. La vanguardia no se contenta con “los
frágiles recuerdos galantes del virreinato”: “busca para su obra materiales más
genuinamente peruanos, más remotamente antiguos”. Pero ¿qué significa, para
Mariátegui, buscar los materiales más antiguos?
Nada que pueda hacer pensar a una “especulación literaria ni un
pasatiempo romántico”:
Los indigenistas
revolucionarios, en lugar de un platónico amor al pasado incaico, manifiestan
una activa y concreta solidaridad con el indio de hoy. Este indigenismo no
sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero no como
un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es realista y
moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos que, en estos
cuatros siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la realidad del mundo[59].
Como ya se mencionó, este
mismo indigenismo vanguardista, mediante el cual Mariátegui piensa lo político,
se traduce en el ámbito de la cultura: “una nueva escuela, una nueva tendencia
literaria o artística busca sus puntos de apoyo en el presente. Si no los
encuentra perece fatalmente”[60].
Una afirmación en el presente contra la repetición mimética de los estériles residuos
de un pasado muerto. Una vez más Mariátegui salda un nudo entre las primeras
manifestaciones de un Perú indigenista y la literatura mujikista rusa que supo cumplir su “misión histórica”:
Constituyó un verdadero
proceso del feudalismo ruso, del cual salió éste inapelablemente condenado. La
socialización de la tierra, actuada por la revolución bolchevique reconoce
entre sus pródromos la novela y la poesía mujikistas.
Nada importa que al retratar al mujik
–tampoco importa si deformándolo o idealizándolo- el poeta o el novelista ruso
estuvieran muy lejos de pensar en la socialización[61].
Como el mujikismo ruso, el indigenismo denuncia
la explotación servil que sigue dejando sus signos en los cuerpos de los
indios, la reproducción del pecado original del colonialismo. Y, con su
lenguaje poético, relee el pasado para contar otras historias, los eventos
silenciados de las insurrecciones indígenas y campesinas que han diseñado el
paisaje peruano ya desde el origen del colonialismo. En su largo prólogo a Tempestad en los Andes de Luis
Valcárcel, Mariátegui observa como allí, entre “un acento tiernamente bucólico
cuando evoca, en sencillas estampas, el encanto rustico del agro serrano” y “la
sierra trágica del gamonal y de la mita”, Valcárcel anuncia el advenimiento de
un mundo, “la aparición del indio nuevo”. Al poeta le compite la “afirmación
apasionada” y, por eso, en su obra “no están precisamente los principios de la
revolución que restituirá a la raza indígena su sitio en la historia nacional”:
“están sus mitos”[62].
Los eventos silenciados de un pasado lejano emergen en otra temporalidad para
vivificar el presente y anticipar, con la potencia creadora de los mitos, el
futuro.
Trenzando su herético
entramado entre indigenismo y vanguardismo, Mariátegui termina rompiendo también
ese dualismo espacial mediante el cual la modernidad capitalista representó el mundo.
Contrariamente al academismo estéril, mimético y retorico, el saber
revolucionario viaja por el mundo sin conocer fronteras, adaptándose a las
experiencias singulares que encuentra a lo largo de su camino: interpretación y
afirmación. El socialismo indo-americano –afirma Mariátegui- necesita, al mismo
tiempo, un Túpac Amaru y un Lenin. Sólo a condición de no quedar prisioneros de
un racionalismo obtuso y abstracto se pueden apreciar las condiciones de
posibilidad de alianzas inéditas y revolucionarias. Aquí está la herejía
benjamiana, el materialismo histórico que puede ganar a condición de que tome a
su servicio a la teología. Si bien reconoce que el “factor religioso” cubrió
una función fundamental a la hora de legitimar la servidumbre del indio,
Mariátegui se ha siempre opuesto, desde el retorno de Europa, a las protestas
de carácter anticlerical que habrían podido distanciar la nueva generación de
intelectuales de unas masas populares profundamente religiosas[63]:
El pensamiento
racionalista del siglo diecinueve pretendía resolver la religión en la
filosofía. Más realista, el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento
religioso el lugar del cual la filosofía ochocentista se imaginaba
vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica
de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o
sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma
plenitud que los antiguos mitos religiosos[64].
Si “la Razón y la Ciencia
han corroído y han disuelto el prestigio de las antiguas religiones”, el mito
puede “satisfacer toda la necesidad de infinito que hay en el hombre”. El mito
“mueve al hombre en la historia”[65].
El mito ilumina las posibilidades de la historia. El que está recreando
Mariátegui es un mito colectivo que se trasmite en el encuentro multitudinario,
desvelando historias, rescribiendo memorias y activando praxis revolucionarias.
¿Hacia dónde? El “socialismo indo-americano”. Y aquí Mariátegui se detiene,
después de haber destruido todo residuo de utopía más o menos lejana, del
retorno a la era perdida del Tawantisuyo al sueño armónico del mestizaje
futuro. Ninguna utopía de un mundo perfecto, sólo una ulterior indicación de
método: lo que Marx llamó el “sueño de una cosa”, no será “calco y copia”, sino
“una creación heroica”.
[1] Mariátegui, J.
C. (1927), “La tradición nacional”, en Mariátegui
Total, vol. I (en adelante MT1),
Amauta, Lima 1994, pág. 327.
[2] Mariátegui, J.
C. (1928), “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”, en MT1, pp. 1-157, cit. pág. 5.
[3] Mariátegui, J.C.
(1929), “Defensa del marxismo”, en MT1,
pág. 1299.
[4] Ibídem, pág.
1298.
[5] Muchas de estas
reflexiones sobre la necesidad de superar una visión racionalista y teológica
de la historia y el papel de la crítica en Marx se deben a las conversaciones
con Diego Sztulwark. Se vea, en particular: Sztulwark, D. (2013), Política de lo involuntario. La creación de
posibles, disponible en: http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2013/10/serie-politica-de-lo-involuntario-la.html.
[6] Mariátegui J. C.
(1925), “El hecho económico en la
historia peruviana”, en MT1,
pág. 303.
[7] Marx, K. (2006),
El Capital, libro I, Vol. II, Siglo
XXI Editores, México DF, pp. 891-894. Para una reflexión sobre el concepto de
acumulación original en Marx y su reproducción en la contemporaneidad se vea:
Mezzadra, S. (Ed.) (2008), Estudios
poscoloniales. Ensayos fundamentales, Traficantes de sueños, Madrid.
[8]Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos,” pág. 7.
[9] Ibídem, pág. 27.
[10] En 1926, en un
artículo sobre la Asociación Pro-Indígena fundada por Dora Mayer de Zueln,
Mariátegui afirma: la Asociación “sirvió para promover en el Perú costeño una
corriente pro-indígena, que preludió la actitud de las generaciones
posteriores. Y sirvió, sobre todo, para encender una esperanza en la tiniebla
andina, agitando la adormecida conciencia indígena. Pero, como la propia Dora
Mayer, con su habitual sinceridad, lo reconoce, este experimento se cumplió más
o menos completamente: dio todos, o casi todos, los frutos que podía dar.
Demostró que el problema indígena no puede encontrar su solución en una fórmula
abstractamente humanitaria, en un movimiento meramente filantrópico” (Mariátegui,
J. C. (1926), “Aspectos del problema indígena”, en MT1, pág. 320).
[11]Op. Cit.
Mariátegui, J. C., “Siete ensayos,” pág. 27.
[12] Ibídem, pp.
9-10.
[13] Ibídem, pág. 10.
[14] Ibídem.
[15] Gran parte de la crítica mariateguista se
refiere a los escritos de Mariátegui anteriores a su viaje en Europa como “edad
de la piedra”. Para una analisis de esos escritos se vean el bello ensayo de
Terán, O. (1985), Discutir Mariátegui,
ICUAP, Puebla y el clasico Rouillon, G. (1975), “La edad de la piedra” en Id., La creación heroica de José Carlos
Mariátegui, tomo I, Arica, Lima.
[16] Ibídem, pp,
11-12.
[17] Haya de la Torre,
V. R. (1985), El antimperialismo y el
Apra (1928), Nuestraamérica, Santiago de Chile.
[18] Op. Cit. Mariátegui
J. C., Siete ensayos, pág. 12.
[19] Mariátegui, J.
C. (1928),“Principios programáticos del partido socialista”, en MT1, pp. 225-226.
[20] Mariátegui, J.
C. (1928), “Punto de vista antimperialista”, en MT1, pp. 196-199.
[21] Gobetti, P.
(1983),La rivoluzione liberale, Einaudi, Torino, pág. 60. Entre los
autores que han señalado la influencia de los círculos de la izquierda turinés
sobre el pensamiento de Mariátegui, se vean en particular: Paris, R. (1981),La formación ideológica de José Carlos
Mariátegui, Pasado y presente, México DF; Delogu, I. (1973), “Introduzione”,
en Mariátegui, J. C., Lettere dall’Italia
e altri scritti, Riuniti, Roma, pp. IX-LXXII; Vanden, H. E. (1975), Mariátegui: influencias en su formación
ideológica, Amauta, Lima.
[22] Para un analisis
de la relación de Mariátegui con el Ordine Nuovo se vea el bello libro de Beigel,
F. (2006), La epopeya de una generación y
una revista: las redes editoriales de José Carlos Mariátegui en América Latina,
Biblos, Buenos Aires.
[23] Gramsci, A.
(1986), Cuadernos de la cárcel,
Edición crítica del Instituto Gramsci, tomo 4, Edición Era, México DF, pág.
205.
[24] Mariátegui, J.
C. (1924),“El problema primario del
Perú”, en MT1, pág. 291.
[25] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pág. 31.
[26] Ibídem, pág. 17.
[27] Ibídem, pp. 32 y
34.
[28] Ibídem, pág. 32.
[29] Ibídem, pág. 24.
[30] Ibídem, pág. 41.
[31] Ibídem, pág. 43.
[32] Ibídem, pp.
30-31.
[33] Carta de Marx a Vera Zasulic, 8 de marzo de 1881.
Sobre este punto se vea en particular: Aricó, J. (1978),“Introducción”, en Mariátegui y los orígenes del marxismo
latinoamericano, Siglo XXI Editores, México DF., pp. XL-XLII.
[34] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pp.37-38.
[35] Aricó J. (1973),
“La Terza Internazionale”, en I protagonista
della rivoluzione, vol. II, CEI, Milano, pág. 288.
[36] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pág. 14.
[37] Quijano, A. (2003),
“Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en Lander, E. (Ed), La colonialidad del saber. Eurocentrismo y
ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Clacso, Buenos Aires, pp.
201-206.
[38] García Linera,
A. (2008), La potencia plebeya. Acción
colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia,
Clacso-Prometeo, Buenos Aires, pág. 270.
[39] Echeverría, B.
(2002), La clave barroca de la América
Latina, Conferencia en el Latein-Amerika Institut de la Freire Universitat,
Berlín (http://www.bolivare.unam.mx/ensayos/La%20clave%20barroca%20en%20America%20Latina.pdf).
[40] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pág. 152.
[41] Ibídem.
[42] Para un excurso
crítico sobre los discursos del mestizaje en América Latina se vea: Brighenti, M.,
Gago, V. (2013), “L’ipotesi del meticciato in America latina. Dal
multiculturalismo neoliberale alle differenze come forme di contenzioso”, Scienza & politica. Per una storia delle
dottrine, n. 49, pp. 81-106
(http://scienzaepolitica.unibo.it/article/view/4235/3692).
[43] Echeverría, B.
(2000), La modernidad de lo barroco, Ediciones
Era, México DF, pág. 51.
[44] Ibídem, pág. 46.
[45] Para un análisis
del carácter de “laboratorio” de América Latina, se vea Brighenti, M., Mezzadra,
S. (2012), “Il laboratorio politico latinoamericano. Crisi del neoliberalismo,
movimenti sociali e nuove esperienze di governance”, en Baldassari, M., Melegari,
D. (Eds.), Populismo e democracia radicale
in dialogo con Ernesto Laclau, ombre corte, Verona, pp. 299-319. Se vea,
además, sobre la multiplicación del trabajo en el presente global, el trabajo
de Mezzadra S., Neilson B. (2013), Border
as Method, or, theMultiplication of Labor, Duke University Press,
Durham-London.
[46]Mariátegui, J. C.
(1929), “El problema de las razas en la América Latina”, en MT1, pág. 177.
[47] Ibídem, pág.
171.
[48] Melis, A.
(2009), “Presentazione: J.C. Mariátegui, L'artista e ilsuo tempo”, en Studi culturali, n. 1, pág. 74. Pero,
más en general, los estudios de Antonio Melis son de gran interés para el
análisis de la relación que Mariátegui construye entre la vanguardia artística
y la vanguardia política.
[49] Mariátegui, J.
C. (1925), “Nacionalismo y vanguardismo”, en MT1, pág. 309.
[50] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pág. 124.
[51] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Nacionalismo y vanguardismo”, pág. 307.
[52] Bonilla, H. Spalding,
K. (2001), “La independencia en el Perú” (1971), en H. Bonilla, Metáfora y realidad de la independencia en
el Perú, IEP, Lima, pág. 42.
[53] Galindo, A. F.
(1997), “Independencia y clases sociales”, enObras Completas, vol. V, Sur, Lima, pág. 328.
[54] Op. Cit., Mariátegui,
J. C., “Lo nacional y lo exótico”, pp. 289-290.
[55] Marx, K. (1974),
Il 18 Brumaio de Luis Bonaparte,
Prometeo, Buenos Aires, pág. 17.
[56] Mariátegui, J.
C. (1925), “Biología del fascismo”,
en MT1, pág. 930.
[58]
“De José Carlos Mariátegui a la Célula aprista de México”, Lima, 16 de abril de
1928, en MT1, pág. 1899. Como observa
Flores Galindo, Haya de la Torre responde a tales acusaciones recorriendo a una
suerte de imagen patética de Mariátegui: “su falta de decisión y coraje, la
enfermedad física que lo obliga al inmovilismo y tratando de ‘contraponer’ al
sujeto sentado en su silla de rueda, al personaje de escritorio, al
intelectual, el verdadero político, que es un hombre de acción por antonomasia”
(Galindo, A. F., “Un viejo debate: el poder”, en Obras completas, cit., vol. 4, pág. 56).
[59] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Nacionalismo y vanguardismo”, pág. 308. Sobre
este punto es muy interesante la reflexión de la socióloga y activista
boliviana Silvia Rivera Cusicanqui que crítica duramente el uso del concepto de
“pueblos originarios” porque remite “a un pasado que se imagina quieto,
estático y arcaico” y niega “la coetaneidad de estas poblaciones y se las
excluye de las lides de la modernidad. Se les otorga un status residual, y, de
hecho, se las convierte en minorías, encasilladas en estereotipos indigenistas
de buen salvaje guardián de la naturaleza” (Rivera Cusicanqui, S. (2010), Ch’ixinakaxutxiwa: una reflexión sobre
prácticas y discursos descolonizadores, Tinta Limón, Buenos Aires, pág.
59).
[60] Op. Cit.
Mariátegui, J. C., “Nacionalismo y vanguardismo”, pág. 309.
[61] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pág. 147.
[62] Mariátegui, J.
C. (1927),“Prologo de Tempestad en Los Andes”, en MT1, pp. 338-339.
[63] En 1923
Mariátegui se niega a participar en la manifestación convocada por Haya de la
Torre contra la consagración de Perú al Sagrado Corazón de Jesús. Sobre este
acontecimiento y la posición de Mariátegui en torno de la cuestión religiosa se
vea: Petrini, P. P. (1995), José Carlos
Mariátegui e il socialismo moderno, Ets, Pisa, pp. 214-215.
[64] Op. Cit. Mariátegui,
J. C., “Siete ensayos”, pág. 86.
[65] Mariátegui, J.
C. (1925), “El hombre y el mito”, en MT1,
pág. 497.