Por el camino de Fogwill // Pedro Yagüe
La idea es una especie de biombo detrás del que pasa algo más
importante. Eso decía Gombrowicz en su diario: que en el corazón de un
argumento se esconde la seducción de sus palabras. Y que ahí radica la verdad.
Quien alguna vez haya dedicado parte de su tiempo a manosear impunemente el
teclado sabe que los razonamientos son coartadas que armamos para justificar
pasiones ciegas, preexistentes, que buscan conquistar en el lenguaje un
estatuto sólido entre nosotros. Escribir es la exigencia que el afecto le hace
a la razón. Es animar lo que sentimos pero todavía no sabemos.
Si escribir es fabricar un biombo a la
Gombrowicz, la lectura será entonces un acercamiento al corazón de las palabras.
Una escucha atenta a los murmullos que acechan detrás de lo escrito. Leer es eso:
cachetear frases para ventilarlas y aspirar el aire fresco que sus palabras exhalan.
Pero hoy pocos leen de esa manera. Proliferan los enamorados del biombo, los
aduladores del signo, los campeones del significado y el significante. Esto se
aprende, por ejemplo, en los recitales literarios, lugar en el que una amable cofradía
se entretiene con cantitos monótonos que adormecen a cualquiera que no se haya
acostumbrado a vivir en el aburrimiento. Otro ejemplo es el mundo académico.
Por eso es que las jornadas y congresos se parecen tanto a los ciclos de
lectura: son mundos especializados y aburridos en el que sus miembros, como por
obra de un pacto, se felicitan entre sí.
Cuesta imaginar a Fogwill en esos ambientes. Eran
ruido en la cabeza, decía, que no lo dejaba pensar. Por eso es que en 1968, a
sus veintisiete años, abandonó para siempre su carrera de sociólogo. Escribir
era para él una práctica del pensar, un fin en sí mismo alejado del amor por
los congresos, las becas, los papers
y las cátedras. Una forma de hablar para no ser hablado por los consensos
culturales. Hay, por ello, un aprendizaje posible en su narrativa.
Antes de mi labor de publicista yo
tuve una labor de semiotista. Espontánea, desde chiquito. Cuando pibe, como
todos los púberes de mi grupo, era un sabio de marcas de autos y de motos. Mi
paradigma era: las figuritas, colores de camisetas y jugadores de fútbol, autos
y motos. Sobre ese paradigma se pudo haber montado mi conocimiento sobre marcas
de ropa, armas o perfumes. Yo siempre tuve mucha sensibilidad a los efectos
connotativos de los sistemas de marcas, pero mucho antes de la publicidad. Yo
llegué a la publicidad muy tarde, casi diez años después de haber trabajado en
marketing, en desarrollo de marcas. De cualquier manera, esa sensibilidad es
muy anterior.
Fogwill, nos dice y lo sabemos, fue un hábil semiotista. Se supo
enlace entre sus vivencias del mundo y las de los otros. Su escritura es el
resultado de una exploración de los afectos sociales y de una envidiable
capacidad para exprimir en sus relatos esas fuerzas silenciosas con las que
convivimos. Leerlo es volver a evocar aquello que, sin darnos cuenta, había ya
pasado por uno. Es animar lo que la repetición del día a día fue endureciendo. Fuera
de la academia, fuera de la ley, fuera de los consensos y ascensos, Fogwill
vive en sus historias un adentro viscoso y denso, pegajoso, que no deja nunca
de atrapar al lector.
La narrativa de Fogwill es una operación que
funciona en un doble saber: conoce las fuerzas sociales, y entiende cómo volver
a abrir en un relato esa maraña de pasiones, calenturas y fobias que uno
transita a diario sin palabras. Su prosa tiene la sencillez de la buena poesía:
belleza inusual con palabras cotidianas. Recrea una intimidad profunda,
inconfesable. Cuenta calenturas incomprensibles por su verosimilitud,
erecciones verosímiles por su incomprensión. Felicidades efímeras en la larga risa de todos estos años.
Su obra es el resultado de una larga y detenida
reflexión sobre la eficacia de las palabras en los cuerpos. ¿Cómo sumergir al
lector en el mundo abierto por el relato al punto que éste viva como propio lo que
un personaje experimenta? ¿Cómo producir afectos en el cuerpo del que lee? Ansiedad,
celos, vergüenza, miedo: todo eso puede evocarse a lo largo de unas páginas.
Por eso es que Fogwill se define como semiotista. De allí su eficacia para la
publicidad, el marketing y la literatura. El caso más extremo de este
aprendizaje es el del chiste, mensaje al que Fogwill le dedicó largos años de
estudio y en el que terminaría convirtiéndose en experto. Es difícil leer sus
cuentos o novelas sin largar fuertes carcajadas.
Fogwill entiende como nadie la capacidad que la
narrativa tiene de producir afectos en el cuerpo. Por eso es que muchas veces
la presenta como una manipulación que las palabras realizan sobre las emociones.
Esa es la fascinación que despierta una historia bien contada: crea mundo y
sentido al introducir al lector en el ambiente producido por la narración. Buen
escritor es el que inventa afectos vivos, reales. Y esto no vale sólo para la
literatura.
Un publicitario, Ogilvy, mucho más
sagaz que la mayoría de los sociólogos, recomendaba a los anunciantes: cuando
no tenga nada que decir, cántelo. Porque el canto recrea la ceremonia colectiva,
y en ella, se imponen fuerzas mayores –y quizás mejores– que las de la razón,
la pertinencia lógica, la etiqueta y el gusto, y todo eso que sostiene el
armazón de sentido tal como es sentido por esta estirpe reciente y monstruosa a
la que pertenecemos.
José Traine –citando a alguien que ahora no recuerdo, creo que a Alberto
Cedrón– me explicó alguna vez la superioridad de la música por sobre el resto
de las artes: “Vos tenés una vaca. Le ponés un Rembrandt enfrente… y no pasa
nada. Ahora, si vos a esa misma vaca la ponés un buen rato a escuchar una
sonata de Schubert te va a empezar a dar más leche”. Eso tiene su explicación:
la música moviliza una fibra sensible anterior a toda imagen y palabra. Expresa
sin biombo ni relato aquella verdad de la que habla Gombrowicz. De allí su
fuerza.
“Yo sé cantar, pero no sé contar”, repetía Saúl,
el judío porteño de Vivir afuera.
Fogwill conocía el arte de ambas. O mejor dicho: supo hacer de cantar y contar
una misma cosa. Hablando o escribiendo, Fogwill indagaba esa continuidad entre
música y cuerpo como experiencia fundante de la palabra. Vivía en la música y
escribía bajo su efecto. Por eso era común escucharlo cantar o recitar solo por
la calle. Su prosa es un entrecruzamiento de melodías que armonizan y se chocan.
Son sonidos que hacen vibrar en el lector esos ritmos contradictorios que sus
personajes encarnan.
Sin entender una palabra Mariana y la Intensiva
disfrutan de Papirosen. Sólo escuchan
sentimientos, piensa Wolff, y los traducen: a veces bien, a veces mal. Pero
ellas están ahí, absorbidas por la melodía. La prosa de Fogwill provoca un
encantamiento similar. Es una escucha profunda, una especie de tanteo en el que
los afectos se cristalizan en palabras. La resonancia del mundo aparece contada
por un ritmo, cantada por un texto. Mariana, la Intensiva y Fogwill escuchan y
viven, viven y escuchan, y en ese intercambio vuelven sonido el aire que
respiran.
Escribir es eso: sentarse a escucharse y
empezar a anotar. Por eso se cuenta una historia: para vivir sin ser vivido,
para pensar sin ser pensado. Decía Fogwill que sus relatos fueron siempre el efecto
de una atenta escucha al dictado de una voz. Pienso que esa voz, siguiendo el
consejo de Ogilvy, le dictaba en forma de canto.
–No, forro... ¿Sabés realmente lo que
me jode de vos? Lo que decís... Eso que me decís que no te importa si lo que te
dicen es cierto o es mentira... Eso jode de vos... Quiere decir que no te tomás
nada en serio.
– ¿Sabés lo que decía Perón?
– Sí, ya sé... "Serás lo que debes
ser... –recitaba–... O si no, no serás nada...".
– ¡No, bestia! ¡Eso lo decía San
Martín!
–Es lo mismo... Che, Gil: ¿vos sabías
que San Martín era falopero?
–No, no es lo mismo... Perón decía una
cosa muy piola... Decía... –Habló mientras rechazaba con un ademán una dosis de
droga que ella le ofrecía–. No, San Martín no era falopero: comía opio por
problemas de tuberculosis. Pero Perón decía: "Se puede decir una mentira.
Pero no se puede hacer una mentira...".
–¿Y eso qué mierda tiene que ver?
–¿Con qué?
–Con lo que te decía recién –dijo
ella, volviendo a levantar con una uña un montículo de polvo que a Wolff le
pareció una dosis exagerada–. Con lo que decía que a vos nada te interesa una
mierda de nada...
–¿Y de dónde sacás que no me interesa
nada de nada, justo a mí?
–Vos mismo lo dijiste, loco... ¿Qué
te pasa? ¿En cuál estás ahora? Vos mismo dijiste que te importa un carajo lo
que te digo.
–No dije eso, forra. Dije que no me
interesa saber si la historia que me contás es verdadera o falsa. ¡Al
contrario! Me interesa la historia... ¿Sabés cuál es la verdad?
– Sí, ya sé... Vas a decir la
guita...
– No. La verdad es que estás ahí en
la alfombra, medio en bolas y contás algo. Y cuando respirás para apurarte, o
para hablar más fuerte o cambiar la voz para contar lo que dice otro, se te
mueven las tetas y se te hincha abajo, no la panza, abajo de la panza, como una
bola justo encima de la vejiga. Yo qué sé... ¡Esa es la verdad! Esa es la
verdad... Que contás bien...
Texto publicado en Nuevos Trapos N°3
Índice de
Nuevos Trapos N°3
I
-
Por el camino de Fogwill (Pedro Yagüe)
-
Rajar o ser hablados. Señalamiento de una fraternidad
distante (Agustín Valle)
-
Piglia, historia o novela (Horacio González)
-
La revolución es el sueño de un loco (Joaquín
Sticotti)
-
Creando la tradición (Gastón Fernández)
-
El imperio nunca tuvo fin (Carlos Vidal)
II
-
El mundo Sig Ragga (Martín Millonschik)
-
Era el dolor, todo el dolor y no todo el dolor (Silvio
Lang)
-
Un montón de miedo (Ignacio Bartolone)
-
Devolver la mirada (Analía Cid)
-
Crónica de una experiencia migrante (Sol Pérez Corti)
-
Picapedreros (Javier Trímboli)
-
Envidia y venganza (Florencia Abadi)