El poema como combate interior // Jean Starobinski[1]
Traducción especial para Lobo Suelto!: Igor Peres
El enfrentamiento está por
todos lados para el poeta. En su entorno, en su interior, hay algo que lo
reprime o que lo asfixia, y que hace falta descifrar. Algo que es preciso
romper o seducir (en el mito griego les tiramos tortas de miel y los embalamos
con música a los monstruos que bloquean los portales más profundos), o,
entonces, liberar. Está siempre ese adversario anónimo que calla la boca que
pronuncia, este vacío que busca confiscar las palabras en cuanto nacen. Hay
fronteras que deben ser forzadas, intensidades que deben ser ganadas al frío de
la indiferencia tanto interna como externa. Y hace falta forzar las defensas de
esas realidades salvajes de las cuales buscamos la amistad…
El enfrentamiento está por
todos lados. Su extremo es la tensión heroica. Pero el afrontamiento ¿no
estalla ya desde los primeros movimientos de la poesía y en las más simples
modulaciones del canto, allá mismo donde ambición superior alguna busca
desplegarse? Desde el momento donde el poeta acoge el primer reclamo interior
que demanda ver la luz del día en una voz, desde el primer temblor de la
palabra, debe saber el poeta superar todas las potencias que reprimen la
emergencia del canto, debe terminar con ese mutismo que se opone a la emanación
de las palabras, liberar el desarrollo de las imágenes de todas las inercias
que las frenan. El canto más ingenuo, la línea melódica más humilde, no existe
jamás sino bajo la condición de una victoria siempre amenazada sobre una materia
adversa que se los resiste. Es en esa materia avara y nula que el poema se
entalla, es en ella que se clava – a la manera de una huella a fuego sobre un
bloque de noche o de una espesa nada. Hace falta a la palabra este negativo que
al rechazarla la hace vivir; solo entonces ella puede hacerse visible para
nosotros, despegada de lo que la rechazaba y la niega – la letra negra sobre el
blanco de la página. Esa resistencia muda es el auténtico soporte del poema; y,
como figuras sobre una pantalla, las palabras forman esa impenetrable y
vaporosa opacidad que diríamos fue
hecha con las cenizas de todas las palabras
perdidas…
Allí hay algo de misterioso
que toma consistencia con tal de oponerse al canto, un límite que se repone
siempre más adelante cuando lo creemos superado. Tal vez solo el silencio
creado por el poema con tal de en el absorberse, lo supere, ese silencio
apalabrado cuyo triunfo a través del pensamiento se persigue… Pero los infiernos
(o los cielos) son siempre más vastos que el campo de Orfeo. Un aire inviolable
envuelve las más altivas palabras. Su propulsión en el espacio espiritual no
las puede llevar más lejos (por lo menos ahora). Pero allí donde muere la
última loma del campo - frente a este umbral eternamente ajeno y al que ya no tiene
las fuerzas para transponer, allí donde
el canto se estanca frente a aquello que ya no le pertenece, allí donde
encuentra “el otro” irreducible – donde están las verdaderas fronteras de la
poesía, el trazado ideal que dibuja la fisionomía del poeta. Allí, lo
insuperable se para frente a él y viste la esfinge como el velo de Verónica. El
retrato del poeta está en los confines de su canto; para nosotros este límite
permanece secreto. Pero ¿hay algo que se termina definitivamente? ¿El futuro no
permanece abierto a esta música que crece como un árbol en la libertad del
cielo? Pues, a decir verdad, las grandes obras tienen el don de crecer así en
el tiempo, en el momento mismo en que la mano que las ha formado se congeló.
[Fuente:
La Beauté du monde. La littérature et les arts, édition établie sous la
direction de Martin Rueff, Gallimard, coll. « Quarto »,
Paris, 2016. Disponible en:
http://www.monde-diplomatique.fr/mav/148/STAROBINSKI/56043]
[1] Jean
Starobinski, nascido en 1920, es uno de los grandes historiadores y analistas
de la literatura, y un especialista en los autores del Esclarecimiento. Hizo de
la crítica una forma de arte.