Condiciones de un saber // Daniel Link
Agradezco
la invitación para participar de la presentación de este libro que es, como
todo libro de verdad, un paso de vida, una experiencia que nos llega a través
de los tiempos y que nos arrastra en sus urgencia por definir los umbrales del
mundo y la manera de leerlo, para fundar una política de la soberanía sobre si.
Hace
unos días, en vísperas del primero de mayo, después de una noche de sueño
intranquilo, me desperté sobresaltado a las 6 de la mañana y me dije: ya estoy
grande para que me sigan meloneando. Había soñado que estaba con mi papá, una
mañana muy temprano, bajando la persiana americana en la cocina de un
departamento. Mi papá quería oscurecer del todo la cocina para que no entrara
la luz del amanecer. Yo me negaba porque sabía que muy poco después debíamos
levantarnos para entregar el departamento a un “inquilino” (esta palabra no
estaba en el sueño, pero tengo que reponerla para que se entienda lo que sigue). Le dije a mi papá, en el
sueño: es Fernando el que viene, no le vamos a cobrar, si es su casa. Mi papá
se llamaba Roberto (y todavía más: Roberto Rodolfo). El Fernando que volvía a
su casa es mi primo hermano, desaparecido desde 1976.
Así asaltado por mis propios fantasmas vengo a
hablar de Roberto Carri. Yo soy el más extranjero respecto de
esta publicación y lo soy por muchas razones: Horacio y Alcira tienen textos
muy hermosos y muy justos que comentan los libros y la vida de Roberto Carri;
Gustavo y Verónica han editado estas piezas de archivo; y finalmente, con Operación fracaso y el sonido recobrado y las partes que incluye (cada una con diferente nombre, lo
que es, además, una teoría de los nombres y de la nominación queer)
Albertina nos regala no la mejor de sus obras (porque no se pone del lado de lo
obrado), sino el más alto pensamiento sobre la desaparición, la memoria, las
relaciones de clase y de género, un pensamiento que no
ha dejado de plegarse con el pensamiento del padre. En todo caso, aunque
Albertina no fuera hija de Roberto, sus textos también forman parte de estas Obras
completas que venimos a presentar y a celebrar. Albertina ha contado ese
pliegue en un texto incorporado a este libro, donde descubre que la película
planeada a partir de Isidro Velázquez, su guión, se pliega con su
película Los rubios y se reconoce “muy conmovida por los parecidos en
ciertas decisiones formales tomadas por Pablo Szir en 1971” (I: 381)[1].
Plegarse
con y no plegarse a porque no se trata de una adherencia edípica
sino de una de esas articulaciones que invierte las relaciones entre causas y
efectos. Una resonancia, si quieren (y por eso yo llego al padre de la mano de
la hija). Las partes de un pliegue “se dividen hasta el
infinito en pliegues cada vez más pequeños que conservan siempre una cierta
cohesión”[2] y esa
lógica funda una cosmología completa, una hipótesis de mundo, una antropología
radical, subdesarrollada, futurista.
Eso es un pliegue, una resonancia, y su lógica es
completamente antipositivista, intempestiva: nada tiene que ver con el demonio
de las influencias. Está, por así decirlo, más allá de la historia positiva y
de la ciencia burguesa que obsesionaron a Roberto Carri en sus libros, en sus
clases, en sus artículos y hasta podría decirse que su lógica es la de esa
violencia (revolucionaria o pre-revolucionaria) que fue a buscar en el
bandolerismo rural de mediados del siglo pasado.
Pero soy todavía más exterior, porque ni vengo de
la sociología ni a ella me encamino. Vengo de las Letras, y cultivo el paso
lento de la Filología, esa novia retardada, siempre un poco más atrás que de lo
que de ella se espera. Para disimular esta extranjeridad me refugio en unas
palabras que cita Verónica Gago, recordando a Paula Carri: Ana María Caruso
(profesora de Letras), la madre de Andrea, Paula y Albertina, fue la primera
editora de la obra de Roberto (I: 69), porque fue su primera lectora, y la más
exigente. Eran otras épocas y, por entonces, las carreras de Letras y de
Sociología compartían la misma inscripción institucional. Es fácil suponer el
encuentro entre los jóvenes Roberto y Ana María lo que, en lo que hoy nos
atañe, significa el encuentro entre dos disciplinas que se fueron alejando con
el tiempo.
La tercera distancia, la más abismal, me la callo:
algunos de ustedes la conocen, otros la supondrán, no es algo de lo que hoy
valga la pena hablar.
Pero necesitaba aclarar que leo estos libros (a
diferencia de quienes me acompañan) desde una exterioridad radical: estoy, por
así decirlo, a la intemperie o, para ser topológicamente más precisos, a la
vuelta de la manzana. Espío, desde la ventana de mi cocina posfilológica, lo
que pasa en estas aulas donde se discute la marcha del mundo.
De todos modos, como he reivindicado la lógica del
pliegue, y el ciclo del pliegue
incluye una instancia, el despliegue, en la que “el pliegue deja de ser
representado para devenir método, operación, acto”, bien puedo plegarme con
Roberto Carri, como antes me he plegado con Albertina, para salvarnos al mismo
tiempo de la distancia cientificista y de la identificación narcisista. No leo,
como Albertina esa “alcurnia
revolucionaria” que ella invoca con un poco de cansancio (I: 383), sino la
urgencia de Roberto Carri. Me refiero a la urgencia y la impaciencia de su
escritura y, por lo tanto, lo que de él queda como una chispa de vida en estos
textos recopilados ahora como sus Obras Completas.
¿Qué lo apuraba tanto?
Leo al comienzo de Isidro Velázquez: “el
material utilizado puede ser cuestionado por los investigadores serios, pero no
tengo ningún inconveniente en declarar que eso me importa muy poco” (I: 281).
Parece una jactancia juvenil (muy parecida a la del joven Wittgenstein, cuando
declaró haber resuelto todos los problemas de la filosofía y pasó a dedicarse a
la jardinería y a la enseñanza primaria), pero como lo que me interesa es
plegarme con el pensamiento de Roberto Carri allí donde todavía palpita, en las
páginas que escribió y en las clases que dijo, me pregunto de dónde le vino esa
posibilidad de sostener un punto de vista exterior a lo que la disciplina le
indicaba como legítimo y como necesario. ¿Es la época la que habla en ese
desprecio por los métodos positivos del conocimiento sociológico? ¿O es una
colocación todavía más radical la que lo aparta de las reglas del método y, al
mismo tiempo, de “los modernistas de la revolución” (I: 285)?
Horacio González señala que el libro Isidro
Velázquez (publicado en 1968, un año de inflexión) es contemporáneo de la
película Dios y el diablo en la tierra del sol de Glauber Rocha. (I:
357). “Casi al final de la experiencia, hacia 1973”, señala Alcira Argumedo,
“su libro Poder imperialista y liberación nacional” (I: 27). Deduzco, de
esos dos señalamientos, que la experiencia intelectual de Roberto Carri debe
entenderse como una experiencia sesentista, en los mismos términos que el cine
de Glauber. Hay que recordar la irritiación que esa película provoca en un
“modernista de la revolución” como Ángel Rama para comprender la fatiga de la
modernidad letrada ante discursos completamente descentrados sobre la violencia
como los que se dejan leer en Dios y el diablo e Isidro Velázquez.
Me emociona, de esa constatación, el hecho de que
mientras yo estaba jugando con mis Lego en un patio de Córdoba, un joven
estuviera escribiendo estos libros con cuyo pensamiento hoy se pliega el mío,
de la mano de Albertina, hasta el hueso pelado de mis sueños.
En Isidro Velázquez, Roberto Carri discute
el valor de la violencia muy fuera de los marcos de referencia de la época.
Rechaza las posiciones ético-anárquicas para las que la revuelta carece de
valor histórico porque al no tener como objetivo la destrucción de las
instituciones no es una lucha contra lo que existe. Las posiciones anárquicas
de un hegeliando de izquierda como Max Stirner (quien sostuvo esas hipótesis)
fueron impugnadas por Karl Marx, quien no separa revuelta de revolución (el
acto político y la necesidad individual), pero en cambio cae en la aporía del
partido como idéntico a la clase (su conducción). Carri rechaza también la
línea propiamente marxiana (modernista y aporística, por el problema del
“partido”, ausente en el “caso” considerado) y hasta la piensa como una mera
variante del reformismo. La explicación a la que parece aferrarse es la
anarco-nihilista, para la que hay una
indiscernibilidad absoluta entre revuelta y revolución. Por esa vía
supera al modernismo cientificista y se entrega a una gramática revolucionaria
de las cualidades: la “simpatía” de la masa es lo que subraya una y obra vez en
la peripecia de Isidro Velázquez. Naturalmente, el carácter anarco-nihilista de
su explicación es lo que explica la urgencia, porque el tiempo de esa violencia
milenarista, así predicada, responde a la lógica del tiempo mesiánico, y creo
que lo que se lee en la obra de Roberto Carri es una comprensión profundísima de
esa tiempo final, que excede por completo los lugares comunes de la época, pero
también los esquemas populistas.
En todo caso, leo la obra de un sociólogo
enfurecido contra “la ciencia” “lo científico”, “la
sociología científica” (en su polémica con Delich, II: 61 y siguientes), el
“formalismo” en las ciencias sociales (II: 69 y siguientes), entendido como
“empirismo acrítico”: la voz de alguien que se detiene a discutir la oposición
entre “ciencia” y “práctica” porque le parece que eso afecta al estatuto
posible de una verdad: “para nosotros hay una sola verdad y es la necesidad de
la lucha popular por la liberación de la patria. Nuestra ciencia expresa esa
necesidad”. (II: 85), escribe Roberto Carri.
En
contra del “universalismo abstracto de las ciencias”, que “complementa al poder
imperialista”, “nuestro planteo resalta la singlaridad revolucionaria (II: 85)
Esa
sociología, como cualquier otro nombre disciplinar (basta leer sus clases: el
estructuralismo, el análisis lógico) es para Roberto Carri una especie de
aduana del pensamiento, un espacio donde no se inventan o crean conceptos sino
donde se administran Universales.
¿Cómo
sería una ciencia de lo singular? Una interrogación semejante pone en crisis el
edificio entero de la ciencia sociológica. Se podría pensar en una alianza al
mismo tiempo pública y privada (es decir: político y económica) entre teoría,
arte y ciencia, registros plegados en un umbral de indiscernibilidad y las
condiciones de un saber: nosotros, educados en la filología, llamamos “crítica”
a ese umbral.
Y
en ese punto convendría recordar a Gabriel Tarde, el fundador de una sociología
de las cualidades a quien Roberto Carri no cita, que perdió completamente
contra Durkheim en los momentos fundacionales de la disciplina. Tarde sostuvo,
y creo que a Roberto Carri lo hubiera entusiasmado este camino, una concepción
inversa de la que sostiene la sociología clásica: no explicar lo pequeño por lo
grande y el detalle por el conjunto, sino “las semejanzas de conjunto por la
agrupación de pequeñas acciones elementales, lo grande por lo pequeño, lo
englobado por lo detallado”[3]. Una
sociología de las simpatías y de las urgencias, una teoría de las inminencias y
de los pliegues, la ciencia de lo singular y de lo necesario. Una
microsociología de los pliegues y de las moléculas.
No
es difícil deducir la dirección en que las investigaciones de Roberto Carri se
hubieran dirigido. Por fortuna contamos con sus clases. Por ejemplo, esa clase
magistral en la que explica el estructuralismo y, para criticar sus puntos
ciegos, recurre a Sartre, cuando señala el fundamental olvido de “los seres que
hablan, de los seres hablantes” (II: 209).
Podemos
parafraserarlo en estos términos: el problema es la voz, y no el lenguaje. Y, sobre todo, "la voz
cantante", que es como una voz en silencio (la voz del poder, que Foucault
analizó obsesivamente a partir de la misma constatación[4]).
Hay una profunda insatisfacción en el pensamiento
urgente de Roberto Carri, y no sólo en relación con los modelos hegemónicos de
las ciencias sociales, sino también respecto de la articulación entre voz y
clase (el problema del partido en las teorías marxistas). Por eso saldrá en
busca de una historia con la que se plegará: Isidoro Velázquez, el peronismo.
Se trata de construir las condiciones para un supuesto saber, que ni siquiera
puede reconocerse como “nacional”: “Definir
a una política o a una teoría como nacional, dada la ambigüedad del concepto,
es una definición vacía de contenido” (II: 88).
Roberto Carri persigue (en sus libros, sus
artículos, sus clases) las condiciones de un saber extraño, que por respeto a
las instituciones no nos atreveríamos a definir como queer, que no puede
fundarse ni en la ciencia positiva ni en las imágenes de la democracia
burguesa. Se trata de un saber al mismo tiempo fuera de la ciencia sociológica
y de la política, deslocalizado, atópico, heterotópico, palabras a las que
Carri habría llegado si el Terror no se lo hubiera impedido).
Algunos considerarán desmesurada la afirmación de
Alcira Argumedo en el primer tomo de estas Obras Completas, pero yo la
suscribo hasta el infinito (y más allá): “La Revolución del Tercer Mundo fue
acompañada de un rico movimiento intelectual, equivalente a lo que fuera la
Ilustración en la Europa del siglo XVIII, con la emergencia de ideas y
concepciones largamente silenciadas” (I: 23).
El mayor interés del pensamiento de Roberto Carri,
del que estos libros nos entregan un diagrama bastante minucioso, tiene que ver
precisamente con su obsesión de los saberes sometidos[5], bloques de
saberes históricos que estaban presentes y enmascarados dentro de los conjuntos
funcionales y sistemáticos o serie de saberes que estaban descalificados como
saberes no conceptuales, como saberes insuficientemente elaborados: saberes
ingenuos, saberes jerárquicamente inferiores, saberes por debajo del nivel del
conocimiento o de la cientificidad exigidos, saberes de abajo. Es lo que se
plantea en relación con la politicidad o la apoliticidad de la experiencia
bandolera de Velázquez, y es lo que permite relacionar ese pensamiento con
otros pensamientos de ese plegado iluminismo latinoamericano, cuyo mapa cabal
todavía nos debemos.
Texto
leído en el marco de la presentación de Roberto Carri. Obras completas (Buenos
Aires, Biblioteca Nacional, 2015) realizada en la Facultad de Ciencias
Sociales, 5 de mayo de 2016.
[1] Se indican,
entre paréntesis, el tomo y la página correspondiente a la edición de Carri,
Roberto. Obras completas (Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2015)
[2] Deleuze, Gilles. El pliegue. Leibniz y
el Barroco. Barcelona, Paidós, 1989, pág. 14
[3] Tarde,
Gabriel. Las leyes sociales. Barcelona, Sopena, 1906, pág. 32. Por
cierto, Tarde está muy presente en el método deleuzeano.
[4] "No es eso, no es la lengua, sino los
límites de la enunciabilidad",
escribe en una carta a Daniel Defert.
[5] Uso, un
poco anacróncamente, la definición de Foucault en Defender la sociedad. Buenos
Aires, FCE, 2000, pág. 21