Derrota y esperanza: un folletín argentino por entregas // Horacio González
El sociólogo y ensayista Horacio
González inicia con la entrega del presente capítulo, “la Batalla”, su balance
de los doce años de gobiernos kirchneristas. El balance de época de Horacio
González estará conformado por diez capítulos que se publicarán en La Tecl@
Eñe (y en Lobo Suelto!).
Capítulo 1. La batalla
Por un sentimiento difícil de
explicar, nunca me gustó la palabra derrota, no porque para definir los
resultados de una batalla no haya que usarla, necesariamente, como lo hace en
forma célebre Julio César en la Guerra de las Galias, sino que en estos casos
–tan lejanos a aquellos notables episodios-, no se trata de fuerzas militares
con justificaciones intrínsecas a su propia manifestación en tanto figuraciones
de un orden bélico, sino que se enfrentan núcleos políticos y culturales,
provistos de distintas amalgamas de ideas –no digo ideologías- que se expresan
en el interior de otras fuerzas. ¿Cuáles son ellas? Fuerzas de índole
"cultural”, pero en verdad expresadas en términos de grandes aparatos
comunicacionales y empresariales, y en una suerte de "bañado” no
superficial pero al menos complementario, de instituciones provenientes de
tradiciones históricas democráticas, entre las cuales, ahora, son específicas
el ejercicio reiterado de contiendas electorales y la repercusión en el
andamiaje de la justicia de intereses cruzados en manos de fueros económicos
basados en decisiones propias de las lógicas del puro poder empresarial, o
mejor, corporativo.
Para tratar estas cuestiones, lo que
parecía adecuado era la también clásica noción de "hegemonía”, que triunfó
en las lenguas militantes de toda coloración y espesura, significando
habitualmente el reino de lo político sumergido en la multiplicidad de los
signos culturales que organizan y subordinan las creencias colectivas y son
capaces de darles una dirección común que finalmente fusiona cultura y poder,
con implicaciones en el consumo de los llamados “bienes simbólicos”, los
perfiles de sociabilidad, las formas de expresión, los modos lingüísticos
generales, las diversas formas de inserción en el gran giro folletinesco de la
llamada, bien o mal, “sociedad del espectáculo”, etc.
La metáfora de los “generales
mediáticos”, dicha por la ex presidente Cristina Kirchner en una de las grandes
manifestaciones de Plaza de Mayo, durante el conflicto con los poderes empresariales
agroexportadores, es precisa en su factura y contenido, y desde luego, siempre
fue riesgosa en su uso. De hecho, pasaba toda la naturaleza del conflicto
social a una nueva esfera de confrontación “por la vía de otros medios”, cuáles
eran los también así llamados "fierros mediáticos”, con lo que estábamos
en una interesante situación –una confrontación eminentemente cultural y
simbólica- pero heredera de la noción clásica de batalla. Julio César, en “De
Bello Gallico”, lógicamente, no hace, en este gran relato sobre hechos de hace
más de veinte siglos, ninguna alusión a esta idea con la que convivimos:
“fierros mediáticos” son cámaras de reproducción de imágenes, aparatos y
columnas de sonidos, fibras ópticas, canales de transmisión, satélites informáticos,
empresas dedicadas a modelar la actuación humana en torno a tales
recursos, cableados diversos, “conectividad”, etc. La idea de fierros,
coloquialmente, suele equipararse con la de arma, o más precisamente, arma
de fuego. Para Julio César, obvio es decirlo, los fierros son solo lo que
la industria o la manufactura del hierro y el bronce había permitido fabricar
hasta entonces –algunos siglos antes de la “era cristina”- en torno a lanzas,
escudos, hachas, arcos lanzadores de flechas, predominantemente de madera, y
demás artefactos bélicos, con su específica dualidad entre infantería y
caballería, que se extendieron plenamente hasta el siglo XIX.
Por la razón anteriormente dicha, lo
que se definió como “batalla cultural” tenía varias piezas centrales – en medio
de otras prácticas tradicionales de la vida política-, una de las cuales era
una formidable pieza legislativa, finalmente aprobada pero a la vez
neutralizada luego por distintos medios (esencialmente jurídicos), que se llamó
ley de servicios de comunicación audiovisual, nombre técnico de un conjunto de
disposiciones tendientes a desmonopolizar el control de audiencias, y la
expansión “corporativa” de tales medios audiovisuales hacia la telefonía
celular y a internet. (Esto último, por intervención de un sector de la bancada
de la oposición, que para aprobarse mayoritariamente la ley exigió a cambio de
su apoyo, el retiro de los artículos que permitía lo que entonces se llamó
“triple play”). Esta ley apuntaba especialmente al grupo Clarín –que
ya libre ahora de esta amenaza, en su papel de “corporación victoriosa”, acaba
de adquirir Nextel, y seguramente, quedará más interrelacionada con lo
producido por Arsat-, y se complementaba con una crítica intervención de la
mirada estatal en Papel Prensa y una hipótesis, no comprobada pero tampoco
inverosímil, sobre los hijos adoptivos de la propietaria del Grupo. Esta
batalla cultural, implicaba necesariamente la posesión de “fierros propios”, en
un modelo de lucha que no era de cuño tradicional, extraña a los “manuales
clausewitzianos”.
El gobierno anterior –en su papel
de detentor de los conductos operativos del Estado-, organizó apresuradamente
grupos empresariales cercanos, para la emisión de periódicos propios, canales
de televisión por lo menos neutrales, sino amigos, y especialmente un programa
político en la televisión pública masiva, desde el cual respondió –para seguir
usando símiles bélicos- a un poder de fuego mayor, pero no sin ingenio y
coraje, aunque, sin duda, con las mismas tecnologías del adversario corporativo
privado. Ni más ni menos que Clarín, fundado por Roberto Noble
en los años 40, periódico con compleja trayectoria, que acompaña de un modo
específico (con sus propios intereses, algunos permanentes, otros muy
cambiantes) el conjunto tan opaco de la política nacional, como una de sus
inesquivables vetas o franjas internas. (Ver el importante libro de Martín
Sivak sobre el tema). En mi opinión, dentro de lo necesario del tratamiento de
la monopolización mediática, se pasó por alto, lo que de alguna manera era
inevitable, la configuración de Clarín como un ente histórico
o poseedor de una evidente historicidad. No se tuvieron en cuenta, con la
repentina fustigación del “Clarín miente”, las diferentes fases que
atravesó la ideología y la metodología del grupo, antes y después del golpe del
55, antes y después de la dictadura militar, antes y después de la adquisición
de Papel Prensa durante la dictadura, antes y después de su “fase desarrollista”,
antes y después de las llamadas “revoluciones tecnológicas”, de los años
90 en adelante. ¿Qué deseo afirmar con esto, que expresé en muchas
oportunidades anteriores, tanto por escrito como en círculos políticos en que
participaba, de apoyo al frente político que encarnaba el gobierno? Algo
así como que Clarín es el testigo privilegiado de numerosos
fracasos políticos de la Argentina, no solo el del desarrollismo frondizista,
sino el de las diversas izquierdas y peronismos de izquierda, incluso armados,
que ocurrieron en los siempre recordados episodios de los años 70. Esos
fracasos son ahora su argamasa.
La redacción de Clarín fue integrada
sucesivamente por los coletazos de esos fracasos (hasta hoy: y esto se puede
seguir en la trayectoria de sus más importantes periodistas, los que se
mantuvieron en la línea del frente de la "batalla cultural”, excepto
Lanata, cuyas características, como veremos luego, son otras). Imaginemos el
periódico y su modo expansión en las telecomunicaciones, como una playa donde
recalaban diversas estirpes frustradas de periodistas militantes (aunque
entonces no se llamaran así, hace dos o tres siglos que el periodista es un
oficio indefinible, como no sea en términos de un operador sofisticado de
símbolos visibles e invisibles de la argamasa social), periodistas, decimos,
con una ambigua cargazón de conciencia, producida en gran medida por las
experiencias políticas infructíferamente atravesadas en su propia biografía
personal, eran por ese hecho dotados de una mirada cínica sobre todo el
acontecer político, al que acudían como estratos de un depósito de reservas
despreciativas del pasado, para decir de las nuevas experiencias en curso: “esto
ya lo vimos, no puede ser, no va, todo nos recuerda la forma rediviva de los
crasos errores de los cuales nosotros mismos ya estamos de vuelta, como maduros
profesionales del ‘establecimiento’”.
Los gobiernos Kirchner tuvieron un cuño
genéricamente desarrollista, con inscripciones heterogéneas de piezas diversas
de alta sensibilidad (derechos humanos, políticas de género, estado empleador,
parciales nacionalizaciones, fondos de pensión trasladados al Estado, regímenes
de subsidios sociales diversos, etc.), con lo cual definimos parcialmente a
estos gobiernos de los últimos doce años, cosa no fácil de hacer, pero
imprescindible en estos momentos. Frente a él, lo más fácil era aplicar el
cinismo de los que se sentían amenazados, pero ahora por una parte sensitiva en
acción, obtenida de la nunca cosificada memoria nacional en la que ellos habían
participado de manera inversa en un no tan remoto pasado.
No es fácil imaginar ahora en qué
momento se produjo la bifurcación entre el grupo corporativo Clarín y
el gobierno de Kirchner, dado que había sido La Nación, que por la
vía de su clásico editorialista Claudio Escribano, había intentado poner
condiciones de cerco al nuevo gobierno que esbozaba posiciones de “centro
izquierda”, mientras Clarín ensayaba su cinismo de mercaderes
que saben manejar la rara y delicada mercancía de la moneda simbólica de los
“contratos del sentido común” que rigen la compra-venta de enunciados
lingüísticos en toda sociedad. Esperaban, como siempre, reinar en las sombras
con su poder extorsivo nunca a la luz del día, que eran en algún tiempos más
cómodos, y otros momentos debían actuar en los rigurosos “tiempos de desprecio”
que entonces, recientemente, se vivían. El semiólogo Eliseo Verón, en sus
últimos años colaborador de la maestría de periodismo de Clarín, decía que la ley
de medios, que afectaba a éste complejo empresarial, en verdad era anacrónica
pues no trataba las nuevas condiciones tecnológicas en las que se
ejercía el periodismo, y que los “contratos de lectura” –gustaba de esa noción
artificiosa- habían variado desde el lector de la época de Noble, esa vieja
conciencia individualista del ciudadano con supuestas creencias y gustos
“autogobernados”, hasta el lector contemporáneo, acribillado por pulsiones de
dispendios culturales vinculados a estratificaciones simbólicas totalmente
dispersivas respecto al núcleo de ciudadanía social a la que se dirigió el
periodismo arcaico y aquel modelo audiovisual que llamó “paleo-televisión”.
Clarín, por su parte, intentó ser
cínicamente sincero. Ante el panorama de desmembramiento que le auguraba la ley
y que estuvo a punto de verificarse (pero siempre concebido por el grupo en
términos simulados o relativos ya que encubiertamente se seguía manteniendo la
centralidad del mando, dado que pensaron siempre en su unicidad, mientras al
público lo veían, por oposición, en su “heterogeneidad”), Clarín decía
que la economía de escala exigida hoy por el tipo de negocio de comunicación
que ellos representaban, era ese perfil monopólico, el que necesariamente se
sustentaba en la forma final que exigía esta modalidad del capitalismo
empresarial informatizado, tanto digital como productor de imágenes de la
"industria cultural”.
En verdad, como se sabe y ya se ha
dicho demasiado, el gobierno pensaba una ley de medios sin restricciones para
la entrada de las compañías telefónicas, lo que en su fondo, era la concepción
más afín al pensamiento siempre esbozado, de una u otra manera, de un
"capitalismo serio” que sin embargo, no lograba convencer a los verdaderos
capitalistas, que comenzaron a responder al proyecto de “democratización de los
medios” –como lo llamó, con esas y otras definiciones el propio gobierno- con
el más grande trazado que se tenga memoria de una campaña de degradación y
vejamen dirigida hacia las figuras principales del gobierno. Campaña de una
dimensión (y aquel concepto, entre sus varias raigambres, posee una de carácter
militar) de la que no se tenía acabada noción en el país. Sin duda, superaba a
lo que se había visto en la época de Perón –aunque en especial luego de caído este
gobierno en el 55- y a la larga persistencia del diario Crítica para deteriorar
durante los finales de los años 20 al gobierno de Yrigoyen, campaña cuya
coronación fue el primer golpe militar exitoso dado en el siglo veinte.
En algún tiempo específico de las
relaciones complejas y tensas que tenía Néstor Kirchner con Clarín,
grupo al que poco antes de su conclusión de mandato le permite una formidable
licencia para las actividades de su principal anexo empresarial, Cablevisión,
se produce una ruptura definitiva que tiñó toda las lógicas confrontativas que
de ahí en adelante tuvieran como partes en conflicto al gobierno y a este grupo
monopólico. El entonces Jefe de Gabinete de Kirchner, una figura que en su
pasado no tan remoto tenía en su haber una alianza con el economista Domingo
Cavallo, lo que luego no le había impedido ser jefe de campaña de un ascendente
Kirchner, tenía vínculos estrechos con el multimedio y no concordaba con una
conflagración –como la que de inmediato se daría- en la que el gobierno
naturalmente debería recurrir a la pauta oficial de publicidad como agencia de
moldeamiento del conjunto de la emisión de significantes periodísticos, y al
canal televisivo y los entes radiofónicos de la red pública de comunicación,
para constituirse en un fuerte querellante de las "corporaciones” a partir
de esquemas de interpretación propios, que en los últimos tiempos cobraron la
forma de un fuerte slogan: "la crítica al poder real”. Sobre todo, el
gobierno de Cristina Kirchner solía admitir que el verdadero poder, la
verdadera forma del Estado, la verdadera fórmula de la coacción social, residía
en los "Medios”.
Durante el conflicto con el campo (ésta
también, una mención muy difusa para la nueva figura que adquirían los métodos
de siembra transgénicos y los nuevos estratos sociales que creaba), los medios
de Clarín estrenaron sus nuevas adquisiciones retóricas, estampando en sus
noticiarios televisivos, con el uso descontextuado de las imágenes, las
subtitulaciones, las modalidades de pantalla, angulaciones de cámara, recortes
de diálogos, y otros recursos del gran implícito discursivo de las tecnologías
más avanzadas de montaje, una línea política de neto apoyo a la insurgencia de
lo que muy pronto se denominó “nueva derecha agromediática”. Así, surgía
también una militancia favorable al gobierno en los medios públicos, cuya
línea de apoyo se proclamaba “militante”, contra otra, la más fuerte y
dominante, que en cambio era totalmente tendenciada y partidista, pero decía
ejercerse en nombre del periodismo objetivo. Paradójicamente, aquel buen
periodismo que inmediatamente surgió de las trincheras gubernativas
–permítaseme esta rápida expresión acuñada como metáfora aparentemente bélica-,
decidió denominarse “periodismo militante”, con la tarea que pronto se hizo
evidente, de responderle al poder comunicacional central, analizado en sus
recursos expresivos, sus fórmulas de montaje, sus tics enunciativos, etc. Estos
programas eran sostenidos en general por figuras ya conocidas del periodismo
del progresismo genérico que habitó en la prensa del período anterior, pero
también por un nuevo elenco de jóvenes que surgían de las carreras de ciencias
de la comunicación, entonces con las más altas matrículas de las universidades,
que aplicaban con entusiasmo una tesis central de esos cursos: las noticias se
construyen, forjan un tipo idealizado de realidad, poseen una ontología propia,
por así decirlo, y en general pueden ser analizadas como parte de una “gran
construcción” donde poder, ideología y comunicación se fusionan, se aúnan.
Personalmente, con nada de esto estoy
en desacuerdo, aunque siempre me pareció – y aún es menester pensarlo hoy, en
muy otras condiciones - que habría un nuevo tipo de objetividad. Objetividad,
sí, que no abandonara el poderoso enclave que tiene este concepto siempre
ligado al sentido común, y lo depositara en manos de las derechas tecnológicas
que segregan un tipo de falsía novedosa, la falsía de la neutralidad, que sin
embargo ejerce un tradicional influjo en muy variados públicos. Son los que
ponen en juego su parte más sedimentada en el “contrato” con los medios: su
poderoso y humano afán de credulidad, constitutiva de anclajes profundos del
ser colectivo nutrido por distintas leyendas, relatos, figuraciones. Para tales
estratos del poderoso implícito de la imaginación pública, era muy exigente
extraer políticas sistemáticamente efectivas de ese rotundo "Clarín
miente” súbitamente desplegado, porque en verdad, lo que se quería decir es
que todo medio de expresión tiene retóricas que son poderes y poderes que son
retóricos, que generalmente no se hacen visibles, y que había que
"visibilizar” – esta expresión se fortaleció por esa época en todos los
contendientes - aquello mismo que parecía improcedentemente invisible. Muy pronto,
los que se hacían fuertes en la noción de relato, para decir todo lo real
estaba forjado por ellos, se veían profusamente atacados por el uso de esta
noción –"relato”- que los presuntos objetivistas no tenían ninguna
dificultad en hacer sinónimo de “impostura”.
(Fin de esta primera parte de mi
balance de época, que contendrá breves pantallazos de mi propia participación.
Escrito el día 1º de febrero de 2016. Hoy leo en los diarios que el nuevo
Ministro de Cultura dice que "echar gente es espantoso, pero necesario”.
Continuará en este mismo medio)
Buenos Aires, 1° de febrero de 2016
Fuente: La Tecl@ Eñe.