El cuerpo después de la historia
Sobre El
Don, de Griselda Gambaro y la puesta de Silvio Lang
por Manuel Ignacio Moyano
I.
Por
largos años una de las aporías más feroces en la teología cristiana, sellada
sin resolución en las arcas del Vaticano, fue el problema del cuerpo de los
hombres luego del juicio final y de la consecuente
resurrección de los beatos. El problema era sencillo y a su vez complejísimo:
¿resucitarían éstos con la calvicie y la sordera progresiva de los sesenta o
con la belleza y el vigor de los veinte? ¿Decrépitos tal como murieron o en el
momento de su mayor esplendor? Santo Tomás quiso ser definitivo y sentenció que
lo hombres resucitarían con el cuerpo más perfecto que hayan tenido, y el
paradigma de este cuerpo no era otro que el de Cristo, “circa triginta annos”.
Así, el Paraíso de los resucitados al fin de la historia sería aquel de los
treintañeros, no tan imperfectos como los niños ni tampoco como los ancianos.
Pero la aporía quedaba así exacerbada, porque ¿qué sucedería con quienes
hubiesen muerto antes de esa edad? ¿Qué sería del cuerpo, imperfecto por
naturaleza, de los cojos, los ciegos, los minusválidos? Sin embargo, todas
estas problemáticas no eran las más insidiosas a la hora de pensar el cuerpo
resucitado, el cuerpo re-materializado que llegaría después de la historia.
Todo
ello se exacerbaba a la hora de pensar las funciones de los órganos y de los
tejidos como de los humores y de los fluidos propios de cualquier cuerpo en el
momento de su estancia paradisiaca. Si la suposición mínima del cristianismo
era que en el paraíso no habría necesidades de ningún tipo, sobre todo
necesidades fisiológicas y reproductivas, ¿qué sería entonces de los órganos
encargados de suplirlas una vez que ya no tengan finalidad alguna? Es aquí
cuando por primera vez la teología cristiana piensa un uso del cuerpo
totalmente distinto al disciplinamiento clásico con el cual lo pensó desde
siempre. Si ya no hay un fin que cumplir, ahora el cuerpo no tiene ninguna obra
específica que realizar y así los órganos pueden dejar de lado su función
disciplinaria y entregarse a la mera exhibición de su “gracia”, noción central
para el cristianismo. De allí el erotismo ineludible del paraíso recobrado: sus
habitantes exhibirían sus atributos sin tener la necesidad de emplearlos. Pero
los teólogos llegan hasta allí y vuelven al cuerpo glorioso un lugar impoluto e
intocable, cuerpo que no se deja contagiar por nada que no sea su mera
exposición.
La
puesta en escena de Silvio Lang, en cambio, da un paso más y con ello
desteologiza el teatro. De allí los reproches que se escuchan en los pasillos
de la curia teatral porteña.
II.
El Don de Griselda Gambaro es una
historia sobre el fin, pero fundamentalmente sobre el fin de la historia. En
ella hay una Casandra llamada ahora Márgara que posee el trágico don de la
predicción en un pueblo costero. Este personaje, como todo profeta, anuncia un
fragmento de futuro que sólo puede ser pensado como el fin de la historia. Con
una magnífica ironía, el texto de Gambaro señala ese fin como el inicio de la
bondad, de una humanidad bondadosa que aplacará la violencia de la historia
como la de su yerno, Efraín, contra su hija Sonia. Y el lugar en que esa
profecía se enuncia no es otro que el de la diosa verde que todos amamos,
Cristina Banegas, quien junto a su director fueron encomendados por Gambaro
para llevar a cabo la obra.
Los
largos monólogos expelidos en esa boca del más allá, que pasan por los
cuchillos de la historia a la vez que por los delirios de las predicciones,
hacen de ella un imán escénico perfecto. Pero de tan perfecto, es lo más
peligroso, ya que por sí sola subsumiría todo el teatro en una voz que dejaría
lugar a la emergencia –grandiosa– del texto. Y esa es precisamente la succión
histórica, el texto chupándose los cuerpos, contra la que se levanta la puesta
de Lang. Se resiste a la realización del cuerpo por el texto ya
que ésta es lo propio de la teología cristiana que, sostenida en el dogma
joánico según el cual “El Verbo se hizo carne” (Juan 1, 14), hace del cuerpo el
lugar sobre el que manda el verbo, el texto. En la puesta de Lang esa
resistencia está cifrada precisamente en el cuerpo de Sonia, representada por
Belén Blanco. Ese es precisamente el gran acierto del director: poner junto al
imán Banegas un cuerpo desmesurado en que el texto no deja de decirse, pero en
un decir mucho más bucal que vocal. Ese otro cuerpo contagia al
resto de los personajes en una serie de coreografías bastantes precisas y
bellas. Quedan así contagiados Efraín, como también Renata, vecina en desgracia
de todos ellos, e incluso Márgara, haciendo de la garganta de Banegas el sitio
de un conflicto entre dos modos de corporalizar el teatro. Todos ellos quedan
conminados a recitar el texto con un desarreglo frenético y urgido por la no
dominancia del mismo, por la lucha que a su mandato se impone. Mientras en el
cristianismo la relación entre verbo y cuerpo era suturada en el cuerpo místico
de Cristo, en la puesta de Lang se palpa la lucha entre el texto y el cuerpo,
lucha y conflicto que mueve a este teatro, conflicto que ya no resulta de las
unidades dramáticas del texto.
Precisamente
ese contagio entre los cuerpos, como la peste artaudiana, los conjunta más allá
de una mera recepción del Verbo, del Texto y los convierte en legión. Al igual
que los cuerpos de los beatos paradisiacos, sus órganos pierden sus funciones
tradicionales. Pero, a diferencia de esos exhibicionistas todavía cristianos,
los cuerpos de los actores en El Don empiezan a realizar nuevos
usos de sí, a inventar nuevos cuerpos, cuerpos donde quepa salir de escena
usando con gran agilidad la panza en vez de las piernas. Si ahora nos
preguntáramos qué sucede con los cuerpos al fin de la historia, la respuesta de
Lang es a-teológica: los cuerpos no tienen fin –ni caducidad, ni finalidad–,
ellos son la historia.