Sobre “La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular, de Verónica Gago”
(Tinta Limón Ediciones, 2014)
por Santiago Sburlatti
El libro que
reseñamos aquí no es un libro más. Pero que no se malentienda la advertencia:
no estamos refiriéndonos a su grado de excepcionalidad dentro de la literatura
reciente en las ciencias sociales (que sí la tiene, por cierto), sino a su confección, su narrativa cadenciosa
y sus ritmos ondulantes, su propuesta de movimiento constante y su cuidadosa
rigurosidad conceptual. Se trata de un libro hecho de capas, hojaldrado en poco más de
trescientas páginas que se mixturan a través de palabras, imágenes y voces que
componen un texto disruptivo, y a la vez, una lengua desterritorializada y
cautivante.
Basado en la tesis de investigación
doctoral “Mutaciones en el trabajo en la Argentina post 2001: entre la
feminización y el trabajo esclavo” (2012)[1],
el libro de Verónica Gago reproduce una suerte de simbiosis en su estructura
argumentativa con la complejidad y elusividad del fenómeno que describe: las
mutaciones del neoliberalismo contemporáneo que hunden sus prácticas en las
economías populares. Para dar cuenta de ello, la escritura necesita abandonar
(afortunadamente) toda pretensión de linealidad historiográfica o sociológica
para recorrer trayectos oblicuos que van y vienen entre
la Feria de La Salada (ubicada en el límite de la Ciudad de Buenos Aires con
los partidos bonaerenses de Lomas de Zamora y La Matanza), los talleres
textiles, la villa, la migración y la constitución de las ciudades como
espacios heterogéneos des-idealizados. Lo que pretendemos encontrar allí es un
tipo de razón que dinamiza
renovadamente los modos de gubernamentalidad pero también las formas en que las
fuerzas vivas de lo comunitario los resisten, tensionan, transforman.
El lector que se aventure en este camino
podrá encontrar múltiples entradas y salidas que, en cada uno de los capítulos,
va bordando con precisa erudición un lienzo de categorías que se funden en una
polifonía irreductible al lenguaje puramente académico y que constituyen, por
lo tanto, verdaderas
ideas-fuerzas
en que se expresa lo político como vitalidad incesante.
Lo que proponemos aquí,
entonces, es una lectura
posible, que no agota la riqueza del libro sino que funciona a
modo de invitación, de propuesta para que cada lector encuentre sus propias
líneas de análisis.
Un
fantasma recorre nuestra región: el fantasma del neoliberalismo.
Pero como en una versión paródica de la proclama marxista, aquellas fuerzas que
se unieron para conjurarlo después del 2001, y luego tomaron la síntesis de
gobiernos progresistas, no
terminaron de sepultar su eficacia y su capacidad de producir –o poner a
producir- modos de vida sujetos a su racionalidad; porque el neoliberalismo es,
además de un programa económico y un tipo de mando político, una forma de gobernar por medio del impulso de las
libertades. Así, siguiendo a Foucault, la autora nos propone de
entrada y sin rodeos un problema que es a la vez invitación necesaria para leer
el libro y revisar algunas de las categorías fundamentales del debate teórico
político de los últimos años: existe un neoliberalismo desde arriba, sí,
que todos conocemos y hemos experimentado: el que comenzó en la década del 70’
y ha tenido como actores principales a los organismos internacionales de
crédito, a las corporaciones económico-financieras locales y transnacionales, y
buena parte de la clase política; ese neoliberalismo que se constituyó y
consolidó regionalmente a través de la masacre de los movimientos insurgentes,
primero, y luego con la adopción de “recetas” bajadas directamente de
organismos financieros internacionales; ese programa que celebró el
“achicamiento del estado” y su reducción a la mínima expresión de administrar
el monopolio de la violencia (en especial, sobre las revueltas que atestiguaban
los efectos de la política económica) y la delegación en el mercado de la
regulación del trabajo, la salud, la seguridad social, el consumo.
Entendido sólo de esta manera, señala
Gago, el neoliberalismo
es apenas una fase más del capitalismo que puede ser superada, transformada o
reconvertida a través de nuevos programas económicos, nuevos enunciados
políticos y una renovada presencia del Estado.
Pero
lo que se propone es una segunda topología: existe un neoliberalismo
desde abajo, una versión plebeya fuertemente enraizada en
las economías populares que no sólo no ha sucumbido a la restitución
“progresista” del estado sino que, valiéndose de ella, goza de buena salud y se
reproduce en un entretejido múltiple caracterizado por “la proliferación de
modos de vida que reorganizan las nociones de libertad, cálculo y obediencia,
proyectando una nueva racionalidad y afectividad colectiva” (p. 10). Esto es, el neoliberalismo es sobre
todo producción
de subjetividad, dinámica abierta y cambiante de procesos de
subjetivación y sujeción, arena permanente de lucha política entre dominación y
resistencia.
En
este punto, ambas nociones nos permiten iniciar una lectura crítica del
presente descomponiendo la idea de una teleología política que se enuncia como
“pos-neoliberalismo”, como superación de las premisas que lo constituyeron y
como nueva síntesis estatal. Vale decir, en tanto se lo concibe sólo como una macropolítica,
su solución sólo podría estar en manos de esos grandes actores estatales que
conjuguen nuevas formas de la felicidad para el pueblo. Si alguien había
percibido una ironía en el título del libro, estaba en lo cierto: La razón neoliberal discute
con “La razón populista”, de Ernesto Laclau, con su premisa de una
“articulación hegemónica” de las demandas populares fallidas que repone una
mediación necesaria en el terreno de la representación política. Afirma la
autora:
“(…) por medio de la necesidad de
establecer una mediación política, Laclau rehabilita un politicismo (autonomía
de lo político) que desplaza la agencia popular al estado y a los líderes
populares en la medida que son la figura que
posibilita la totalización fallida del pueblo. Son esas instancias de mediación
entonces las que garantizan la proyección de la unidad popular” (p. 299).
Sin
embargo, esta síntesis estatal de las demandas populares que las revueltas del
2001 pusieron en relieve está lejos de agotar el ciclo del neoliberalismo: por
arriba y por abajo sobrevive, ya sea en la nueva forma neo-extractivista que
los gobiernos de la región fueron adoptando -y que tiene como correlato la
creciente financierización de la vida cotidiana y la aparición de nuevas
violencias en los territorios-; ya sea por abajo en un tipo de racionalidad que
“negocia beneficios en ese contexto de desposesión, en una dinámica contractual
que mixtura formas de servidumbre y de conflictividad” (p. 11).
Ahora
bien, al poner el foco en la multiplicidad de niveles y mecanismos que el neoliberalismo despliega,
lo que se propone entonces es abandonar la idea de “sobrevida” para repensar
sus mutaciones, sus transformaciones, sus “variaciones de sentido” que nos
permiten cartografiarlo de otros modos en sus dinámicas de variaciones
permanentes. Es necesario (re)construir los mapas de aquello que se nos aparece
como invisible, opaco o subterráneo y al mismo tiempo es constitutivo de
nuestras abigarradas
ciudades latinoamericanas. Esos espacios, economías y territorios sumergidos que estructuran y
dinamizan las metrópolis que habitamos, ya sea que tengamos la capacidad de
verlos, reconocerlos, pensarlos o no.
Por
ello, Gago propone un desafío que es, por un lado, epistemológico: no sólo es
necesario “completar a Foucault desde América Latina”, sino que además es
imprescindible comprender que
“(…) tomar en
serio la articulación entre neoliberalismo y subjetividades populares pone la
exigencia de recrear conceptos aptos (territorio, valor, economía, etc.) para
comprender la dinámica compleja que alcanza lo político cuando es capaz de
recoger en sí todas las capas de lo real” (p.16).
Es
decir, son necesarias nuevas palabras que sólo pueden surgir de las prácticas
situadas en esos territorios abigarrados;
conceptos que constituyen a la vez un nuevo vocabulario político que no busca
la síntesis ni la univocidad, sino que habita ese espacio ambivalente,
heterogéneo de la lengua. El desafío es, por lo tanto, también militante.
Si el neoliberalismo no es sólo una
plataforma macro-económica y, como señala Foucault, alude a la figura del empresario de sí,
es en la conformación de las economías
populares donde la autora encuentra esa conjunción compleja,
problemática y viva entre formas de sujeción y explotación, y una pragmática vitalista
que se afirma y “asume el cálculo como matriz subjetiva primordial”. Es decir, el cálculo como estrategias y
modos de hacer “que se componen para construir y defender el espacio-tiempo de
su afirmación” (p. 181). Desde esta premisa, la investigación recorre ese
complejo tejido que componen La Salada con la villa del Bajo Flores y los
talleres textiles clandestinos reconstruyendo trayectorias de sujetos que,
lejos de la pasivización o la victimización, despliegan relaciones polimorfas
desde/con formas comunitarias, a través de “tácticas populares de resolución de
la vida, con emprendimientos que alimentan las redes informales y con
modalidades de negociación de derechos que se valen de esa vitalidad social”
(p. 18). Es allí donde se despliegan también las formas de resistencia ante un
modo de gobierno extremadamente flexible y que afirma la extracción de valor
como su premisa fundamental.
Hay aquí otra propuesta de la autora que
vale la pena subrayar: la noción de extractivismo no se
agota en la depredación de los “recursos naturales” por parte de corporaciones
o alianzas estado-transnacionales a través de las commodities, más bien, lo
que interesa subrayar son dinámicas del capital financiero que
también extraen valor de
formas de cooperación social producidas sin la intervención directa de actores
del capital. En el ejemplo que se reconstruye en el libro, estas economías populares
que revitalizaron el sector textil luego del vaciamiento de los ‘90, y que
conformaron estrategias de supervivencia en un fuerte contexto de desempleo
(especialmente para la población migrante), progresivamente dejan de ser
consideradas como “periféricas” para el capital y se vuelven objetivo de
instrumentos y herramientas financieras que anclan allí sus prácticas de
extracción. En tanto haya “producción de lo común/comunitario” podemos
abandonar la idea restrictiva de extractivismo para visibilizar cuáles son los
territorios donde se generan procesos actuales de colonización y acumulación
capitalista.
Señala
la autora:
“Nos interesa
pensar la dinámica extractiva, entonces, vinculada a los dispositivos de
consumo y endeudamiento que, como adelantamos, promueven nuevas formas de
creación de valor en las periferias a través de una variedad de economías
informales, de fronteras difusas con la ilegalidad, que pueden leerse como
prototipo del aterrizaje de la financierización en los territorios. Es allí
donde se extienden las fronteras del capital y donde se visualiza la necesidad
de una logística específica que conecta las altas finanzas con las bajas
finanzas y que operativiza el neoliberalismo como dinámicas simultáneas de
territorialización y desterritorialización, por arriba y por abajo” (pp.
205-206).
Asimismo, repensar esa dimensión de lo común como producción y
productividad supone desentrañar sus huellas y sus marcas históricas, su
genealogía. Esa triangulación de flujos incesantes
entre la feria, la villa y el taller –y que tiene a la fiesta como
espacio-tiempo celebratorio, de afirmación, de legitimación, de desborde- es
constitutiva de lo urbano contemporáneo a la vez que yuxtapone elementos a priori incompatibles en
dinámicas heterogéneas que no logran (ni buscan) sintetizarse en las formas
unificadas de ciudadanía.
Aparecen aquí imágenes del trabajador desrealizadas en relación al
patrón normativo de trabajo asalariado. En los talleres textiles perviven
formas de explotación que se creían perimidas (lo que se suele llamar “trabajo
esclavo”) pero que dinamizan fuertemente la economía general y que habilitan
además nuevas formas de consumo popular (y nuevas lógicas de consumo masivo al
abaratar buena parte de los costos de producción de la ropa o del sector
fruti-hortícola). En este punto, la autora recupera la noción de un ethos barroco (Bolívar Echeverría) para
pensar esas formas económicas que mixturan y mezclan “lógicas y racionalidades
que a menudo se ven como incompatibles”. Lo barroco
en América Latina refiere a una historia también de resistencias, de modos de
hacer y pensar en contextos de dominación colonial que sobreviven como modos
enmarañados, mezclados y difíciles de aprehender acerca del trabajo, el cálculo
o los proyectos vitales en diálogo pero a la vez reñidos con ideas clásicas de
“progreso” o “futuro”.
Volviendo a lo
que señalábamos más arriba, una investigación-militante
es en este punto aquella que puede habilitar una apertura sensible a esas
nociones escurridizas que no cristalizan identidades y reproducen una tensión
permanente con sentidos homogeneizantes, algo así como el proyecto de una
teoría social más apócrifa, a su vez
barroca ella misma y que la autora no deja de proponer en todo el libro.
En la genealogía de estas economías, el migrante (principalmente
boliviano) pone en juego un repertorio de saberes y prácticas comunitarios (capital comunitario)
al que se articula y superpone una racionalidad neoliberal en una suerte de hojaldramiento temporal
que combina formas organizativas consideradas “pre-modernas” pero cuyo
potencial de autogestión (sin necesidad de intervención estatal) es
usufructuado por el capital para la explotación contemporánea. Potencial que no
es sólo subsumible por esa racionalidad, sino que es también un recurso
organizativo en contextos de crisis y desintegración (como la historia reciente
argentina lo demuestra). Estos modos de hacer, decir y ver conectados con la
experiencia migrante son los que dinamizan y hacen ciudad en la medida que
conectan circuitos y territorios diversos reorganizando el tejido
urbano a través de la producción y el consumo.
Esa producción de lo común en que la experiencia
migrante se revela fundamental es uncomún abigarrado,
no normativizado, múltiplemente determinado y, a la vez, campo de lucha entre
lógicas del capital por su sujeción y puesta en valor, y movimientos
permanentes de mixtura y desplazamiento, de afirmación, de vitalismo y
cooperación social en los territorios. En este sentido, es un común que no permite
la comunión entre comunidad e identidad, como un todo cerrado, homogéneo,
como un saber comunitario que sólo se inscribe en tanto nuevo capítulo de la
valorización capitalista; porque en esa producción de lo común se juega,
además, una imagen de lo femenino
que pugna por salirse de los binarismos fundantes de la economía moderna que
rápidamente confinan esa feminización del sujeto y del trabajo (lo doméstico)
al terreno de lo no productivo como lógica de explotación oculta, no reconocida
porque en ella no se realiza el sujeto trabajador asalariado libre. Como señala
Gago –siguiendo a Federici-, esta invisibilización ha sido central en el
desarrollo del capitalismo, no sólo porque lo que allí se esconde es la
reproducción de la fuerza de trabajo necesaria, sino porque “además ha sido central en
sumergir un tipo de economía feminizada y doméstica como estrategia de
abaratamiento y de explotación de esa fuerza de trabajo no asalariada” (p.
108).
El problema es que esta imagen reactiva de lo femenino construye
sujetos sin palabra, victimizados al extremo, sin voluntad o fuerza para pensar
prácticas de supervivencia o resistencia. Por un lado, abona el terreno de esa
reproducción de lo femenino/feminizado como espacio improductivo,
recurso común del que se puede extraer valor en términos desposesivos ocultando
a su vez su papel central en las dinámicas económicas contemporáneas. Por otro,
reproduce además ese binarismo moderno que opone un trabajo libre al trabajo
servil (o “esclavo”), vale decir “la libre elección versus el
forzamiento/captura”. Lo que se elimina de esta definición es, como señalábamos
al comienzo, esa dimensión del cálculo, ese conatus
que afirma una fuerza y unas estrategias que desarrollan todo un repertorio de economías barrocas
en que se corre (y se mezcla, se superpone, se habita contradictoriamente) el
meridiano moderno que clasifica y fija sujetos y modos de producción.
Señala
entonces Gago que existe otra voz, otro uso de lo femenino: aquella en que se
“(…) rompe la división público/doméstico
a través de un uso de la lengua como espacio de lo heterogéneo, al mismo tiempo
que es capaz de una eficacia estratégica del silencio y la palabra, ambos como
voz organizada y secreta del motín o la rebelión” (p. 115).
Es decir, lo femenino/economías
feminizadas como
territorio también de lucha por la enunciación, por hablar y no ser hablados,
espacio de redefinición constante de la identidad migrante en tanto
multiplicación y no mera negación (o intervención), “heterogeneidad no
dialéctica” que se realiza en su ambivalencia mucho más que en su reificación
homogénea o subalternizada. Lo eterno-femenino
(así, nietzschianamente) como configuración siempre abierta, como astucia,
ironía, guerra permanente contra lo que se cierra (la comunidad como un todo),
despliegue de “una influencia desterritorializada
y atemporal, capaz de una efectividad paradójica: extra-comunitaria” (p. 106).
La pertinencia de esta lectura parece adquirir relieves más
notorios en los últimos años: la reiteración, en abril de
2015, de un incendio en un taller textil clandestino del barrio de Flores en la
ciudad de Buenos Aires (en el 2006 había sucedido otro) con la muerte
nuevamente de niños repuso en el discurso mediático y el debate político todas
aquellas imágenes que el libro intenta complejizar y desmenuzar: otra vez los
sujetos son presentados como “víctimas”, como “esclavos”, como cuerpos dóciles
sin voz ni fuerza, a la vez una masa uniforme (migrantes) sin matices ni
diferencias, puro objeto de la explotación más descarnada. Definición que
legitima, por un lado, el odio racista, y por otro, la intervención estatal o
el usufructo político como representación de los desposeídos. Pero,
afortunadamente, la perspectiva que nos propone Gago es, además, extra-moral: acá no se trata de
sujetos “buenos” que deben ser rescatados como si pudiéramos arrogarnos el
derecho de su representación sino de sujetos que calculan sus estrategias
vitales en permanente tensión, negociación, captura y fuga de las dinámicas que
el capital les impone. Decir extramoral
es, asimismo, “abrir el taller” clandestino para visibilizar en él toda una
economía sumergida
que conecta lo migrante con las condiciones en que hoy en día se actualizan
procesos de acumulación que van desde La Salada hasta los grandes shoppings y
marcas de ropa en una reproducción de modos de vida en los que absolutamente
todos estamos inmersos.
(Fuente: Revista La
Rivada – Universidad Nacional de Misiones - junio 2015)
[1] Dirigida inicialmente por León Rozitchner y
co-dirigida por Sandro Mezzadra, y presentada para defensa con Eduardo Grüner
(luego del fallecimiento del director).