Por un movimiento des-ilusionante
Por Juan Pablo Maccia
Enfrentamos el problema de la ilusión en política.
Llamo ilusión al proceso de encantamiento que envuelve a la
constitución de una fuerza colectiva, pero sobre todo al desplazamiento
imperceptible que nos lleva del encanto a la negación de
la realidad y, a la postre, a la desilusión.
Si la ilusión es inevitable, ¿lo es por ello
mismo la desilusión? Hablemos de la ilusión política. ¿Es
imposible interrumpir la secuencia encanto/negación?
Si el encanto es el efecto óptico que acompaña la
constitución de toda fuerza colectiva y transformadora que altera el curso de
los hechos por el mero efecto de su propia afirmación, de su propia inscripción
en el curso del mundo, la negación en cambio es lo que traiciona esa potencia cuando
la fuerza ya no se vuelve sobre el curso del mundo, sino sobre sí misma, y
comienza a sustituir los rasgos esenciales de la realidad por los del orden que
desde sí proyecta sobre las cosas.
La negación ilusoria funciona como una fatiga
narcisistas con respecto a la atención que prestamos a las relaciones con las
cosas exteriores. En lugar del mundo, nosotros mismos. Así las cosas, el
momento negativo tiende a destruir la dimensión constituyente de la fuerza.
En el juego político todo esto funciona a partir de
mecanismos de compensación subjetiva que apuntan a intensificar en el nivel
puramente imaginario lo que se pierden aquello que se desintensifica del propio
ser en el mundo.
Para re-evaluar la salud del entretejido entre
voluntad propia y condición real se hace imprescindible salirnos del par
enloquecedor iluso/des-iluso. ¿Cómo sostener el encanto sin caer en la
abdicación de la negación?
Tal vez convenga revisar una de las fechas claves
en la constitución de la ilusión actual. Octubre del 2011. La muerte de Néstor
Kirchner no dejó sólo un movimiento sin jefe sino, ante todo, un movimiento de
ilusos.
La ilusión nos llevó a la derrota, esa es mi
premisa. Nos llevó a desconocer elementales consideraciones en torno a la
realidad a transformar. El síntoma mayor de estas circunstancias en la
incapacidad de hacer la más elemental de las distinciones ético-políticas,
entre “encanto” e “ilusión”. Mientras que la segunda vincula de modo inmanente
e imperceptible con la negación, y a fin y al cabo con la depresión, la primera
puede tener una vida autónoma.
La ilusión nos jugó una mala pasada. Nos hizo desconocer,
ignorar o condenar (moralizar), un dato esencial que recorre el conjunto de la
vida social: el oportunismo de mercado. Negar las condiciones subjetivas de
existencia es índice de un avanzado estado ilusorio.
El movimiento de los des-ilusionados –ese en el que
militamos los kirchneristas principistas que no estamos calculando nuestras
futuras militancias junto a Daniel Scioli– no tiene porqué ser un movimiento de desencatados.
Y la pregunta cae de madura: ¿cómo re-encantar la acción política sin negar las
condiciones reales, económicas y espirituales de las masas, de nosotros mismos?