La vuelta de la moral

por Colectivo Editorial Crisis


Moral y gestión son las dos palabras del momento. Ambas tienen implicancias con la década del noventa y, a la vez, se proyectan como espejos de lo que el kirchnerismo quiso o quiere ser e irremediablemente ya no puede.

La moral, como armazón cultural de la destitución ética del menemismo. La moral, gran tema de todas las izquierdas, hoy también es el silogismo de un revitalizado conservadurismo eclesial.

La gestión, palabra del catálogo neoliberal. Un modo ejecutivo de adherir al fin de la historia. Una línea de tiempo que se construye en el minuto a minuto de las demandas diarias.

El énfasis en los negocios espurios y en un nuevo perfil administrador, con menos relato y más cloacas, se vislumbran como dos luces distintas pero brillan casi iguales y simultáneas, en el túnel de salida de este ciclo político.

Lanata y Massa. Monólogo de uno y silencios del otro, se articulan. El fiscal mediático horada el mito de Néstor construyendo la picaresca del líder, un costumbrismo del choreo que reduce la conversación política a los tics de un adicto al dinero. Un sentido común para los indignados. ¿Cuál es la eficacia de la “operación Lanata”? ¿La alianza con Clarín o acaso cierto fondo de verdad que clama por un capitalismo previsible y viable?

El político que nunca dirá bóvedas refleja una rebelión municipal, superación del mito de los Barones del Conurbano. Intento de interpretar agendas de segunda generación en el Gran Buenos Aires, que apunta a ser el nombre de una reconciliación entre república y peronismo.

Así, estos dos grandes zoom que vive la coyuntura se complementan: reduccionismo sobre la ética privada de los políticos y sobre la vida de los municipios y “los problemas de la gente”. El monstruo de la moral y el vuelo rasante de la gestión parecen ser las coordenadas que deja como herencia una batalla cultural ampulosa en su gestualidad, pero timorata en sus ambiciones.


Cuestión de fe

En la disputa argumental, si el kirchnerismo representa una infancia política, el lanatismo responde desde una infancia anti-política. La vuelta de la moral neutraliza la pretendida vuelta de la política y su simbología setentista. Ambas trabajan al nivel de las creencias, intentando prescribir la tonalidad emotiva de la opinión pública. Unos para blindar la gobernabilidad, los otros para desmontar una por una las articulaciones de la hegemonía oficialista.

Pero las dos estrategias contienen su cuota de cinismo. En el fondo, saben que la eficacia discursiva depende del vil metal. Así como la “década ganada” encuentra asidero en el aumento del consumo masivo (aunque la riqueza se haya concentrado más y la economía se extranjerice sin pausa), la hipótesis del “fin de ciclo” se encarama sobre la percepción de una crisis latente que corroe los salarios y deteriora el empleo.

El “factor Massa” apuesta a conjugar la moral denuncialista con una gobernabilidad sellada en los territorios. El intendente de la sonrisa de plastilina admite que si el kirchnerismo pasa, no habrá pasado en vano. Su moderación se alimenta del temor a destruir un tinglado sin construir nada sólido al costado. Pretende darle la razón al tándem Carrió-Lanata y el poder a un PJ recargado, que recupere el culto al pragmatismo, la obsesión por lo local y el rechazo a todo examen del pedigrí ideológico. Pero le habla a una clientela de clase media. Y su límite es el conflicto social.

Este nuevo canon de la virtud política espera la bendición divina. Desde las alturas vaticanas habla el mensajero de la paz. La agenda papal, sin incurrir en torpezas coyunturales, aplica su pócima piadosa sobre las heridas materiales y simbólicas del modelo neodesarrollista. Convoca a los jóvenes a involucrarse, flamea banderas reformistas y anti-neoliberales, agita un pacto contra las mafias del narco, la trata y el neo-esclavismo. Y entreteje una sutil madeja de alianzas en torno al “amor por los pobres”, con la misión de interpretar el malestar que viene de abajo.

El desafío, el único importante, es entender la época.

La moral progresista supo ser el lenguaje de los ochenta, hasta que la estúpida economía contestó con el bolsillo.

El pragmatismo gerencial interpretó con picardía el aluvión financiero de los noventa, hasta que un tornado callejero arrasó la ciudad y el jefe de personal se rajó en helicóptero.

Kirchner fue quien entendió el 2001. Le alcanzó el gas para descomprimir el juego y abrir el campo de posibilidades. Pero el horizonte permanece lacrado por todo tipo de cerrojos, que ni siquiera hay voluntad de admitir. Lo que viene no está claro. La alquimia del presente no da para el renacimiento de lo viejo.