Estos campesinos colombianos

Por Alexander Ruiz Silva
  


La situación de los campesinos colombianos hoy no es, de ninguna manera, nueva; es el resultado de una prolongada exclusión, tan larga como la historia misma de esta nación. De familias campesinas provenimos la mayoría de los colombianos que habitamos centros urbanos, los de la clase media, sofisticadamente subdividida en estratos, y los de los sectores populares, cada vez más pauperizados. Se trata de un actor social históricamente silenciado, invisibilizado, trasmutado bien en guerrillero, bien en chulavita, en la insurrección y en la cruenta represión de los años 50 del siglo pasado; en desplazado, enhabitante de los márgenes, desde esa época –desde antes- hasta nuestros días; envíctima directa de las políticas económicas de las élites que nos han gobernado desde siempre, dependientes, arrodilladas al poder del norte. Y hoy, como en las protestas sociales de la década del 70, violentamente reprimidas, hoy más que nunca: CAMPESINO. Ya se gastaron todas las palabras que reemplazaban, oscurecían, ocultaban la condición vital que hoy sale a las vías, a la calle a decir “BASTA, AQUÍ ESTOY; SIEMPRE HE ESTADO, aunque durante tanto tiempo no hayan querido si quiera nombrarme”.

Hablo en nombre de una familia campesina. Nunca antes había hablado desde este lugar, no sé  bien porqué. Hablo como hijo de una mujer valiente y sensible que carga a cuestas dos episodios y dos formas distintas de desplazamiento en su historia personal. De adolescente, a fines de los años cincuenta, ante el asesinato de su padre, fue obligada a abandonar, junto a sus hermanos -prácticamente un grupo de niños- las montañas del norte del Tolima, esas tierras cafeteras que no pudieron recuperar jamás. Y luego el otro desplazamiento, la tragedia de Armero, la desaparición literal de la casa, la calle, el barrio, el pueblo, los amigos, la familia; esa otra des-territorialización tan dramática como la primera, ese otro desarraigo que vivimos como pudimos y que me permite sentir en el cuerpo junto a todos los actores del destierro y la quiebra del campo la experiencia del no lugar.
Las más de quince ciudades colombianas que superan el millón de habitantes son producto de la guerra, de la violencia. Se fueron poblando a partir del desplazamiento económico y del desplazamiento forzoso de familias que huían de la muerte y la impunidad, de la persecución política, de la amenaza, del miedo, de la ausencia de Estado o del abandono intencional de esta versión de Estado que nos ha correspondido, en este lugar del mundo. 
Nueve guerras civiles en el siglo XIX o tal vez once –los historiadores no se han podido poner de acuerdo-; la guerra de entre-siglos con la que nos despedimos del XIX y entramos al XX y que fue llamada por algunos analistas sociales, casi poéticamente, la Guerra de los mil días; los pactos sectarios del Frente Nacional; la intensa y cruenta guerra de mitad de siglo llamada la Violencia –con mayúscula, para que no nos olvidemos de todos sus horrores-, como si la guerra en sí misma no fuera sinónimo de la peor de las violencias-, la misma que se desató a partir del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y que con seguridad afectó el rumbo de las vidas de la mayoría de los colombiano que leen este escrito. Y luego, la guerra de guerrillas que tomó el relevo de las anteriores guerras, la guerra de terratenientes, ganaderos, empresarios, la guerra de las multinacionales del banano y del petróleo, la guerra de los paramilitares, la guerra sucia de los organismos de seguridad del Estado con sus falsos positivos, sus escándalos de asesores, ministros, familiares y jefes de seguridad de gobernantes promotores y actores de los crímenes más inverosímiles que haya conocido este país. Estas guerras que continúan dando densidad poblacional a nuestras ciudades, fabricando víctimas, lastimando campesinos.
En los últimos tres lustros casi el 10% de la población colombiana fue víctima de desplazamiento forzoso. Otros han resistido como han podido, se han quedado en el campo y hoy más que nunca, más que antes están empobrecidos, endeudados, desesperados. Lo sabemos por las actuales movilizaciones, pero lo sabíamos desde antes. El recientemente “elegido” gran colombiano solía o suele usar el término hecatombe de manera conveniente, amañada, hoy claramente quiere decir: TLC, obsecuencia, estupidez, quiebra, impunidad, injusticia, pobreza, desigualdad.
Hagan el siguiente ejercicio: indaguen en su familia por antepasados que hayan sido víctimas directas de alguna forma de violencia social estructural. Algunos con seguridad fácilmente pueden prescindir del artificio, pues esto hace parte del acervo cultural que moldeó sus vidas. Quienes acepten la invitación, créanme, no van a tardar en identificar a esas personas; quizás algunas de ellas aún están vivas, pero en cualquier caso esas personas son o fueron campesinos. Algunos de ustedes quizás anclan sus raíces en generaciones y generaciones citadinas. Si usted hace parte de este último grupo, no importa, indague en la historia familiar de su pareja, de su mejor amiga, de su colega, de su compañero de trabajo, de su vecino, de aquella persona a la que ha decidido re-enviarle este escrito. De este modo, se va a dar cuenta de que el campesino no es un sujeto ajeno a nuestro mundo, a nuestras vidas, sino, por el contrario, alguien íntimamente cercano.
Ahora bien, si queremos adentrarnos en la comprensión de los asuntos relacionados con la desigualdad y la exclusión de los campesinos, en la historia social de nuestro país, vale la pena acercarnos a lo que Boaventura de Souza Santos (2006) denomina: razón metonímica. De acuerdo con este autor, dos de las principales características de esta forma de racionalidad son la incapacidad para aceptar que la comprensión del mundo es mucho más que la comprensión occidental, ultra-capitalista del mundo y para pensar las partes fuera de la relación con la totalidad -mucho menos, para aceptar que puedan ser otra totalidad-. En lugar de argumentos, este tipo de razón se basa en la eficacia de su imposición. La razón metonímica es, por tanto, contraria a la razón de los vencidos; es la razón de los poderosos, de los protegidos por una especie de halo obsceno e impune, para el caso, esta secuencia de gobernantes indolentes que difieren, entre ellos, en muchas  cosas, pero que coinciden todos en una: la claudicación de la soberanía alimentaria de nuestro pueblo a cambio de una aparente estabilidad política garantizada desde el país de las multinacionales de las semillas genéticamente modificadas y los subsidios, en serio, a su propio sector agrícola.
La superación de la razón metonímica exige, según Santos, una sociología de las ausencias,procedimiento que busca demostrar que lo que no existe es, en realidad, producido como no existente: “Hay producción de no existencia siempre que una entidad dada es descalificada y tornada invisible, ininteligible o descartable de un modo irreversible” (p. 75). Esta idea me resulta fructífera para pensar la situación actual de los campesinos en Colombia: socialmente descalificados, políticamente invisibilizados, y, para muchos, irreversiblemente descartables por y desde la política económica del Estado colombiano, reeditada y llevada a su máxima expresión desde los tiempos de la apertura económica de César Gaviria y de forma indeclinable por todos los gobiernos que le siguieron, hasta nuestros días.
La tarea consistiría, enfatiza el citado autor, en rescatar “las realidades ausentes por la vía del silenciamiento, de la supresión y de la marginalización, esto es, las realidades que son activamente producidas como no existentes” (Santos, p. 82). El campesino de la actual movilización social se cansó de esta no existencia y, aunque no necesita, en absoluto, que otros hablen por él o en su nombre, sí requiere y demanda respeto de sus iguales y del resto de la sociedad, de una sociedad de ancestros campesinos, de origen campesino, de historia campesina. El campesino de la actual movilización social en Colombia quiere que, de una vez por todas y por primera vez en esta historia, le dejen vivir en paz. Ha salido a pedirlo a gritos; la diferencia es que de ahora en más nadie podrá ser indiferente a este llamado, a esta exigencia.