Discutir la Multitud

Entre el cacerolazo y la fiesta


por Sebastián Stavisky


Oíd el ruido de las cacerolas. Dale, pegale fuerte que no se aboya. Dale, pegale fuerte que no se rompe. Que no se aboye la olla. Que no se rompa la cacerola. El ruido de la cuchara contra la cacerola es bien distinto al de rotas cadenas. Los cacerolazos no nos liberan de ninguna servidumbre. No nos desatan de ninguna sujeción. No nos hacen más libres. No emancipan a nadie. Sin embargo, su metálico rumor algo nos dice de lazos que ya no enlazan. Pero, ¿qué es lo que dice? ¿Es alguien capaz de decodificarlo?



En 2008, a raíz del conflicto por la 125 que mantuvo en vilo al país hasta el voto no positivo de Julio Cobo, le escribía a un amigo que los cacerolazos se me hacían como el llanto de un bebé destetado que se empaca por permanecer colgado del pecho de su madre. Incapaces de conformar discurso, no necesitan más que ruido para expresar su malestar. Y, sin necesidad de movilizarse hacia ningún centro de la política, lo hacen desde el lugar en el que están: la cuna, la cocina, el balcón de la casa no Rosada sino propia (“balcón para todos” sería una consigna al que ningún gobierno se atrevería). Seguramente en ello radique la efectividad de su propagación. A un llanto le sucede otro llanto. A una cacerola, otra cacerola. Más sencillo aún que las canciones de cancha, no exigen siquiera aprenderse la letra. Son arrebatos sin discurso. Modulación privada del bombo público –escribía Ignacio Lewcowicz. Modulación adulta del llanto infantil –añado acá.


Luego de los cacerolazos del pasado jueves 13 de septiembre, Maristella Svampa escribía en el diario Perfil que esta manifestación de malestar convocada a través de las redes sociales podía pensarse en el marco de un escenario de corrimiento y ampliación de la política post-2001“que tiene que ver con la transformación del vínculo político, con el hecho de que el pueblo (o una parte de él) entiende que la delegación de soberanía ya no es más –no puede volver a ser– total o completa”. Chocolate por la noticia: las sociedades de soberanía están agotadas. Pero, ¿de qué ampliación de la política nos hablás Maristella?


Efectivamente, en 2001 experimentamos una ampliación de la política. Los cacerolazos, sin embargo, no fueron su expresión. Fueron el punto cero. Al igual que ahora –al igual que, quizás, cada vez que escuchemos golpear las cacerolas-, en aquellos tiempos los cacerolazos expresaron un malestar. Fueron la manifestación catártica de unas formas de subjetivación que ya no se reconocían en lo que sobre ellas se decía. La bulla metálica fue el modo de desmiticar unos discursos que ya no respondían a las experiencias concretas de la gente, de los vecinos, de la multitud o como se nos quiera llamar. Primero hubo, entonces, que dar cuenta del agotamiento de unos modos particulares de hacer política. Recién luego se pudieron inventar nuevas formas. La originalidad de la experiencia dosmilunera radicó en que aprendió a decirse desde sí misma. Aprendió a hablar sin que nadie le enseñe. El cacerolazo fue su lengua de pre-babélica.


Hoy día la cosa es bien distinta. El malestar expresado por el cacerolazo no ha sido aún capaz de conformar discurso alguno. El grito contra la inseguridad, contra las trabas en la compra de dólares, contra las cadenas nacionales de la presidenta, contra le re-reelección, se ahogan en su simple enunciación dispersa, inconexa. Ni que hablar de la carencia absoluta de alternativas posibles frente a aquello que molesta. De allí que 6, 7, 8 y otros medios krichneristas hayan calificado –tal vez no tan desacertadamente- los últimos cacerolazos como marchas del odio. Pero ello no implica se los deba subestimar. En tal caracterización radica una profunda desestimación política de la manifestación cacerolera, leída como una irracionalidad egoísta que sólo piensa en la protección de su propiedad. ¿Pero acaso no hay allí una expresión concomitante a la alegría desmesurada que manifiestan a cada oportunidad los militantes kirchneristas? Entre el odio y la alegría pareciera se dirime la cosa. Todas las emociones se reducen a estos dos polos. O estás de un lado o estás del otro. O en el cacerolazo o en la fiesta.


A pesar de algunos vagos balbuceos, así como en las marchas del odio, en la fiesta kirchnerista tampoco se escucha la enunciación de un discurso propio. Basta apenas con el montaje de una serie de imágenes editadas a modo de video clip con una música festiva de fondo: globos, banderines, guirnaldas, muñecos gigantes, niños sobre los hombros de sus padres, jóvenes saltando, bailando, riendo, besándose en las marchas. En este contexto, resulta loable destacar la capacidad de imantación de la retórica de CFK quien, aunque con cierta pérdida de efectividad en los últimos tiempos, logra aún ganar la atención del público. Quizás sea la única en hacerlo. Tal vez en ello radique la impugnación a las cadenas nacionales de algunos caceroleros: ante el repliegue de las formas discursivas que brillan por su ausencia, ¿quién se cree ella para hablarnos a todos de esa manera?; ¿para recordarnos nuestra propia incapacidad?


Y entre el odio y la alegría, entre el cacerolazo y la fiesta, acusaciones comunes se cruzan de un lado y al otro. Los caceroleros dicen estamos viviendo en una diKtadura. Los festivos kirchneristas tratan a los primeros de destituyentes y los acusan de querer volver a ella. Ambas declaraciones me resultan, cuanto menos, exageradas. Propias de un contexto en que pareciera no caben emociones intermedias. Más bien, encuentro en este despliegue de acusaciones cruzadas un síntoma más de la perdurabilidad de 2001. Por aquellos tiempos, la consigna que se vayan todos y la irrupción de nuevos modos de la política –la ampliación de la que nos habla Svampa-, expresaron el agotamiento de varias ficciones que organizaban nuestros lazos sociales. Entre ellas, la del Estado-democrático. Vecinos reunidos en asamblea entendieron en aquel entonces el carácter inconcebible de esta expresión, contra la cual proponían formas de democracia directa, real o radical. Una imagen elocuente –aunque muy poco grata- de la perdurabilidad del agotamiento de la democracia en los últimos cacerolazos, imagen que circuló por facebook durante estos días: una mujer llevando en su cabeza un pañuelo blanco con la frase “aparición con vida del sistema republicano”. Señora carente de todo respeto hacia nuestros muertos y desaparecidos, debería usted saber que el sistema republicano –forma característica de la democracia moderna- no desapareció. Sí se agotó como ficción. Ya no carga con su antaña fuerza de producción de subjetividades. Lo cual no significa vivamos en una dictadura. Democracia y dictadura, par dicotómico en torno al cual se organizaron las formas políticas latinoamericanas durante la segunda mitad del siglo XX, resultan hoy estériles al momento de pensar qué hacer.


Así como las imágenes, quizás tanto como ellas, los números porcentuales –lenguaje de la estadística que, a modo de rating televisivo, mide minuto a minuto el estado de las emociones- también hablan por sí solos. Hace un tiempo, en una de esas infructuosas discusiones que a nada nos llevan, un amigo militante de La Cámpora concluyó sus argumentaciones espetándome orgulloso en la cara somos el 54%. Podría haberme dicho vivimos en una democracia y el 54% votó a Cristina. Pero no. No fue ello lo que dijo. No pudo decirlo. No se trataba de a quién la mayoría hubiera elegido en las elecciones. Sino de lo que él y a quienes él identificaba componiendo un nosotros resultaban ser. Una fracción: 54/100. El resultado de una división: 0,54. Ya no el uno del nosotros indiviso. Tampoco el Uno escindido del común: Uno y uno que la ficción de la democracia lograba reunir bajo la mágica fórmula de la representación. Pero ya no. El 54% es la cifra de una totalidad imposible. El porcentaje de una síntesis caduca. Somos el 54% expresa un nosotros que ni siquiera logra ser una suma de individuos sino, más bien, un nosotros-dividuo: cociente de lo que alguna vez fuera aquello que conocemos como democracia moderna.


Pero no todo –vale la pena recordar- se circunscribe al odio y la alegría. Emociones menores, sin imágenes y números porcentuales que las publiciten, encarnan en cuerpos que no se sienten invitados ni a la fiesta ni al cacerolazo. Hay quienes, al escuchar la melodía recursiva de las cacerolas, sentimos nostalgia por lo que alguna vez su rumor metálico presagió: formas novedosas de la política de las que hoy queda apenas el síntoma de una serie de ficciones agotadas. Las asambleas populares devinieron partido. Los movimientos sociales se impregnaron de la lógica estatista. Las cooperativas se convirtieron en Planes Argentina Trabaja. Los bachilleratos populares se transformaron en escuelas públicas. El cacerolazo, en un puro medio. ¿Pero qué fue lo que ocurrió? ¿Cómo puede ser que el maravilloso universo de experiencias autónomas nacidas en 2001, sordas a la orden de mando, dispuestas a la búsqueda de lenguajes que les permitan decirse desde sí mismas, se haya reducido a un pequeño conjunto de escasos colectivos, la gran mayoría aislados y casi imperceptibles para el actual juego de “la política”? Parafraseando a La Boétie: ¿qué desventura ha sido ésta que tanto haya podido desnaturalizar a 2001?


Los festivos kirchneristas nos repiten una y otra vez que el 25 de mayo de 2003 comenzó la Historia. El proyecto de transformación nacional y popular tiene partida de nacimiento. ¡Qué tentador sería encontrar allí también el momento de la desventura! Sin embargo, prefiero dejar la tarea de postular de manera tan precisa los momentos de ruptura a historiadores y antropólogos. Más vale, antes bien, reconocer que aún hoy nos asaltan emociones que no se reducen al par dicotómico odio-alegría. Formas de la política que se despliegan más allá del cacerolazo y de la fiesta.