¿Una nueva suavidad?


Por Suely Rolnik

Ya sabemos que la familia se ha desmoronado. No es algo nuevo. De ella quedó una determinada figura de hombre, una determinada figura de mujer. Figuras de una célula conyugal. Pero ésta también se está «desterritorializando» a pasos agigantados. El capital ha desvalorizado nuestra manera de amar: estamos completamente fuera de la escena. A partir de ahí, son muchos los caminos que se esbozan: del apego obsesivo a las formas que el capital ha vaciado (territorios artificialmente restaurados) a la creación de otros territorios de deseo. Nos topamos con innumerables peligros, a veces fatales.


En uno de los extremos está el miedo a la desterritorialización frente al que sucumbimos: nos encarcelamos en la simbiosis, nos intoxicamos de familiarismo, nos anestesiamos frente a toda sensación de mundo, nos endurecemos. En el otro extremo -cuando conseguimos no resistir a la desterritorialización y, zambullidos en su movimiento, nos convertimos en pura intensidad, 'en pura emoción de mundo-, nos acecha otro peligro. La fascinación que la desterritorialización ejerce sobre nosotros puede ser fatal: en lugar de vivirla como una dimensión imprescindible de la creación de territorios, la tomamos como una finalidad en sí misma. Y, completamente desprovistos de territorios, nos fragilizamos hasta deshacernos irremediablemente.

Entre esos dos extremos, o esas diferentes maneras de morir, se ensayan desgarradamente otras maneras de vivir. Y todos esos vectores de la experimentación coexisten, muchas veces, en la vida de una misma persona.

En el primer caso, Penélope y Ulises -supervivientes del naufragio de la familia -encarnan en todos nosotros, arrastrándonos hacia esa maldita sim­biosis que nos persigue, hombres y mujeres que sólo varían su estilo. Esa maldita voluntad de espejo. Esa sed insaciable de absoluto, de eterno. Sed que no nos da tregua y que nos aparta de todos los hilos del mundo -humanos o no- con los que podríamos estar tejiendo territorios, tejiéndonos. En la inmovilidad malhumorada de Penélope (que teje, pero siempre los mis­mos hilos) o en el movimiento compulsivo de Ulises (que nada teje) está siempre el mismo tedio, la misma impotencia, la misma angustia.

Las Penélopes tejen, pero siempre lo mismo: el amor por Ulises. Hilos, humanos o no, no son nada para Penélope: los rechaza todos, o ni siquiera los percibe. Su argumento es la eterna actualidad del tejido que teje para (y con) Ulises, obra que le lleva todo el tiempo y todo su espacio. Un tejido que cada noche deshace y que reinventa cada día. No es por gusto de tejer que teje, sino por gusto de reproducir el tejido, la imagen de ese amor. El mundo se vuelve así absoluto: ella y el otro (Ulises) dentro de ella. Penélopes eternamente condenadas a la voluntad de permanecer.

Los Ulises viajan, no tejen. Andan por todas partes sin estar en ninguna parte. Hilos, humanos o no, no tejen, pero son pedazos-imagen de un mundo del que Ulises intenta apoderarse en cada aventura. El mundo se vuelve así absoluto, Ulises y el otro (todas las otras) que él penetra. Pedazos cuyo montaje forma una imagen del mundo. Ulises eternamente condenados a la voluntad de partir.

Penélope se niega a la aventura, porque en la aventura se evidencia para ella la desterritorialización, el objeto de su pánico. Fervorosas adeptas y pro­pagadoras, a su modo, de la fe en lo absoluto, las Penélopes no se reconocen en la discontinuidad de los contornos y no lo reconocen como ineluctable. Y cada vez que sienten lo discontinuo, lo consideran un mero accidente -y, en tanto tal, pasajero- accidente atribuido a la falta de otro dentro de ellas. La desterritorialización es traducida como sensación de estar desagregándose mientras Ulises les falta. Y, melancólicamente, Penélope lo acusa: «Me destruyes con tu voluntad de ausencia».

Pero esa sensación de destrucción (en la ausencia) es indisociable de una esperanza: la de la sensación aliviadora de reconstrucción (en su presencia) -condición de existencia de las Penélopes. La queja de la falta de Ulises alimenta la esperanza de que en cada retorno él le devuelva la certeza de ser mujer. La tan llorada amenaza de pérdida de Ulises es amenaza de una pér­dida de sí misma; amenaza apaciguada en cada retorno de Ulises, que le devuelve ese sí misma. Es como si para existir, ella estuviese condenada a repetir infinitamente esa secuencia ritual que culmina con el acto de su fundación como mujer. «Pero en cada retorno he de apagar lo que tu ausencia me causó ... », en cada vuelta tuya, sabré de nuevo ... y de nuevo ... y de nuevo ... que soy mujer. En los gemidos que puntúan la angustiada espera de Ulises -cultivo de la simbiosis- Penélope garantiza su espejo.

Para Ulises la evidencia de la desterritorialización -objeto de su pánico­ está en tejer. Por lo tanto, Ulises se niega a tejer. Fervorosos adeptos y pro­pagadores, pero de otro modo, de la fe en lo absoluto, los Ulises tampoco se reconocen en la discontinuidad de los contornos, ni la reconocen como ineluctable. Y cada vez que sienten lo discontinuo, lo consideran un mero accidente y, en cuanto tal, pasajero. El accidente, aquí, es atribuido al exceso de presencia del otro, que les impide el acceso a todos los otros. La desterritorialización es traducida como sensación de estar siendo devorado por Penélope. Y, fóbicamente, Ulises la acusa: «Me destruyes con tu carencia, con tu deseo de presencia».

En este caso, inverso al de Penélope, la sensación de destrucción (en su presencia) es indisociable de una esperanza: la de una sensación aliviadora de reconstrucción (en su ausencia) -condición de existencia de los Ulises. Él precisa irse para mantener a Penélope bajo la amenaza de perderlo y en esa amenaza mantener vivo su deseo por él, deseo en el cual se refleja. Amenazada, Penélope grita su nombre a los cuatro vientos y desde el fondo de su desesperación le dice: «Yo no existo sin ti...», «sin ti, mi amor, yo no soy nadie ... », «me duermo pensando en ti ... y amanezco pensando en ti ... », «yo sé que voy a amarte toda mi vida ... » Al oír eso, Ulises se alivia: en el desconsuelo de ella, se consuela. Estando de nuevo seguro ahora sabe: «En cada ausencia mía, yo existo en la espera llorosa de ella, que constato y vuel­vo a constatar en cada vuelta». Es en ese retiro ritual, hecho de una eterna fuga y de un eterno retorno -configuración de la simbiosis- en el que Ulises garantiza su espejo.

Las agresivas escapadas (los viajes de Ulises) son condición de existencia de ella. Penélope precisa, en su espera, quejarse de la «otra», -todas las mujeres (reales o imaginarias, no hay diferencia). En esa queja, indaga: «Espejo, espejo mío, ¿existe alguien más mujer que yo?» Y el eterno retorno de Ulises, respuesta del espejo, hace de ella La Mujer.

La espera melancólica (el tejer y retejer de Penélope) es condición de exis­tencia de él. En la irritación frente a la carencia de Penélope, Ulises se funda como Hombre. Él precisa quejarse de la desesperación inconsolable de ella, pues en esa queja certifica la permanencia del suelo que pisa, el suelo de su perpetua reterritorialización. En realidad, en sus viajes, Ulises nunca se des­territorializa: está siempre y solamente en la secreta tierra firme hecha del incesante lamento de Penélope.


El pánico de Ulises ante la carencia de Penélope genera el pánico de Penélope ante la fuga de Ulises, que genera el pánico de Ulises. Pero Ulises nace del pánico de Penélope, que nace del pánico de Ulises ...

Él aparece como el villano de la historia, ella como la molestia: él quien abandona y ella quien une. Pero, en realidad, los dos precisan tanto del abandono, como de la unión: -pacto simbiótico. Ambos precisan de esta intermitencia: en la silenciosa noche, silenciosamente, el tejido se deshace, instaurando la amenaza de la descomposición de lo junto -y, consecuentemente, de cada uno de ellos, indisociables en esta unión. A la luz de la maña­na, los hilos, visiblemente, se tejen. En esa alternancia, lo que se busca es estar seguro de que la trama de ese drama perdure. Es preciso ver para creer infinitas veces. Repetir sin parar el peligro de desarticularse, para certificar lo eterno y absoluto de esa trama.

Penélope controla el tiempo: teje la trama de la eternidad. Ulises contro­la el espacio: monta la imagen de la totalidad. Dos estilos complementarios del deseo de absoluto: inmovilidad tibia y melosa, movilidad fría y seca. La misma esterilidad. Una sola neurosis: equilibrio homeostático. Miedo a vivir. Voluntad de morir.

Penélope y Ulises somos todos -con diferentes matices en cada momen­to. Más allá de eso, no es siempre el mismo Ulises el que Penélope espera que vuelva; no es siempre la misma Penélope la que Ulises abandona al par­tir -varían, y cada vez más. Mientras tanto, la escena es siempre la misma: hay siempre una mujer que desempeña a Penélope para él, siempre un hom­bre que desempeña a Ulises para ella (o viceversa). Remanentes activos de una familia desaparecida, que reproducimos artificialmente bajo las más variadas formas. Reterritorialización, eterna condena a «hacer escenas» en familia, maneras y maneras de reiterar que un día «esto» se volverá entero.

Pero un día, el Ulises -presente en cada uno de nosotros, hombres y mujeres- sale de la escena: se separa definitivamente de Penélope. No volverá nunca más. Superado el miedo, ya no precisa de espejo en la espera de ella, ni en la de nadie: se entrega de cuerpo y alma a la desterritorialización. Y otra escena se instaura: la de las máquinas célibes[1].

Sin territorio fijo, las máquinas célibes vagan por el mundo. Con cada hilo que se presenta -humano o no- ellas mismas tejen, se tejen. Y en cada nuevo hilo, olvidan, se olvidan. Sin identidad, son pura pasión: nacen de cada estado fugaz de intensidad que consumen. Su vuelo, ya lejos del sofo­cante mundo de los Ulises y Penélopes, alcanza universos insospechados. La vida se expande. Hay una alegría en esa expansión. Grandeza célibe .

Sin embargo, también hay una miseria en ese todo: nunca se articulan los hilos, nunca se organizan territorios. Y así el potencial de expansión contenido en la recién conquistada intimidad con el mundo se desperdicia. Se dispersa.

En esa furia de tejer con tantos hilos, tan rápidamente sustituidos, ya no conseguimos detenernos. El otro, descartable, es el mero paisaje que como mucho mimetizamos. Almas en pena, viajamos a través de esos paisajes que se suceden, al igual que nosotros mismos. Nunca nos posamos en ningún paisaje que nos permita constituir territorio y, reorganizados, proseguimos viaje. Miseria célibe . Hay cierta amargura en todo eso.

Sin tiempo ni espacio para tejer lo que sea, cuerpo y alma van perdiendo la capacidad de urdir. Invalidándose nuestras defensas inmunológicas: nos volvemos tan vulnerables que, al más leve toque, nos disolvemos. Y mori­mos de sida.

Es verdad que no siempre funcionan así las máquinas célibes. A veces la especial pasión nos despierta algún hilo que aún nos lleva a investir un tejer. Pero, entonces, lo que frecuentemente ocurre es que asistimos impotentes a nuestra recaída en la simbiosis -la misma. Una vez más aterrizamos en ese suelo: nos reterritorializamos.

Dos escenas, dos peligros, un solo daño: entre la simbiosis y la desterrito­rialización vivida como finalidad en sí misma, quien sale perdiendo es el amor.

¿Entonces el amor se vuelve imposible? No exactamente.

Exhaustos de tanta repetición, descubrimos que siendo como Penélope exaltando el retorno al confort del hogar, al confinamiento conyugal, o sien­do como Ulises, exaltando la libertad de aventura que únicamente existe en función de su eterno retorno al nido, sólo se enmascara el miedo a la deste­rritorialización por un deseo de absoluto.

Y no solamente eso. Constatamos también que el acto de exaltar esa libertad para circular incorpóreamente, sin Penélope alguna que nos refleje en su espera (máquinas célibes), termina separándonos de nuestra propia vida. Consternados, descubrimos que por haber pretendido libramos del espejo, lo que acabamos perdiendo es la posibilidad de involucramos -como si la única ligazón posible fuese la de especular. Por haber pretendido libramos de la simbiosis, lo que acabamos perdiendo es la posibilidad de construir territorios como si el único montaje posible fuese la simbiosis.

Saturados de tener la sensibilidad limitada a esas frecuencias -el miedo y/o la fascinación de la desterritorialización- sintonizamos (por una cuestión de supervivencia ... y de humor) otras frecuencias, hasta hace poco ignoradas. Entramos en el cine y en una ciudad del futuro -no tan distante-, descubrimos que más allá de esos dos vectores se delinea toda una experimentación de construcción de otros territorios de deseo. Ridley Scott nos introduce en ese mundo, en su película Blade Runner, a través de Deckard, primer hombre casi replicante y Rachael, última replicante casi humana[2]. Nos quedamos con la esperanza -tal vez ingenua- de que inventaron otra especie de amor. Nos quedamos soñando con la posibilidad de otras escenas. ¿Otro mito?

Un más allá de los ulises y de las penélopes: un amor no demasiado humano. Montajes desintoxicados del vicio de reducción del deseo de mundo a un objeto-persona o una persona-objeto.

Pero también un más allá de las máquinas célibes, esa otra cara del hom­bre: un amor no demasiado deshumano. Montajes desintoxicados del vicio de proliferación de mundos, objetos de deseo -proliferación tan desenfrenada que no hay ni más mundo, ni deseo.

Nos quedamos imaginando un más allá del hombre ( humano y/o deshumano ), donde los campos de intimidad se instauren. Territorios-refugio. Una cierta inocencia. Un más allá del espejo , donde el otro no sea ya aquel que delinea nuestro contorno (Ulises/Penélope), ni un paisaje fugaz en el que, como las máquinas célibes, no creemos cosa alguna. Un más allá del espejo donde nuestro viaje no sea ya aquel de un Ulises (preso), ni aquel otro de las máquinas célibes (desgarrado). Viaje solitario: una soledad poblada por los encuentros con lo irreductiblemente otro.

¿Pero cómo sería ese viaje? De él sabemos apenas dos o tres cosas. La pri­mera es que él sólo se hace si preservamos lo conquistado por las máquinas célibes -tener autonomía de vuelo, un vuelo donde el encuentro con lo irreductiblemente otro nos desterritorialice; ser pura intensidad de ese encuen­tro. La segunda es que, si eso es necesario, no es suficiente: al mismo tiempo que se da la desterritorialización, es preciso que, a lo largo de los encuen­tros, se construyan territorios. Y nos empeñamos en la creación de esta nueva escena (¿Nuevas escenas?). Somos casi replicantes, ya sabemos también de qué está hecho ese empeño: está hecho de amor.

Por ahora poco o nada sabemos acerca de ese tipo de amor. Las franjas de frecuencia de ese inusitado viaje aún no están bien sintonizadas. Hay ruidos, sonidos inarticulados y muchas veces no soportamos la espera de que una composición se cree: en nuestra prisa por oírla, corre­mos el riesgo de componer esos sonidos con viejos clichés. Es difícil no caer en el sentimentalismo de un final feliz. De nuevo la trampa del Espejo. Al final, ése es sólo el primer encuentro entre un hombre-casi-replicante y una replicante-casi-humana; y, más allá de eso, hace muy poco tiempo que fui­mos contaminados por el secreto de Roy, el jefe replicante

En realidad, lo que no soportamos es la estridencia de esos sonidos inarticulados. Es el «nada más de aquel todo». Lo que no soportamos es que somos un poco Penélopes, un poco Ulises, un poco máquinas célibes, un poco replicantes ... y no solamente eso. E incluso, en los momentos en que, desavisados, conseguimos soportarlo, descubrimos con cierto alivio que, de la convivencia desencontrada de esas figuras, se destila ya una nueva suavidad.


[1] Máquinas célibes es un concepto propuesto por Michel Carrouges, en su libro Les Machines célibataires (París, 1954), para designar una suerte de máquina fantástica que encuentra en las obras de Kafka, Jarry, Edgar Allan Poe, Roussel, Duchamp y otros. El concepto es retomado por Deleuze y Guattari en 1972, en L'Anti-Oedipe. Capitalisme et Schizophrénie(1972). Los autores lo utilizan para designar lo que llaman "tercera síntesis del inconsciente", que le sucede a la máquina paranoica y a la máquina milagrosa. En la década de 1970, las máquinas célibes fueron objeto y título de una exposición en el entonces recién creado Centre Georges Pompidou, Musée National d'Art Moderne. 

[2] Blade Runner, película dirigida por Ridley Scott en 1982 a partir del libro Do Androids Dream of Electric Sheep?, de Philip K. Dick, 1968.