La vuelta de Charly García (La vuelta de la política)


Este Charly García 2010, esta décima versión de sí mismo, este Charly García que festeja ante una  templada multitud el Día Internacional de los Derechos Humanos, el Bicentenario, los 27 años de democracia y los tres años del gobierno de CFK; este Charly García es, sin duda, el mejor ejemplo de la potencia del kirchnerismo. Del poder transformador del kirchnerismo. De su capacidad compleja y por demás exitosa de convocatoria. Y de su insuperable dinámica normalizadora (y “reparadora”). En el kirchnerismo todo se presenta, o bien como continuidad impostada, marchita (de la política de los ’70, de los artistas comprometidos, de los cantores de protesta, de las luchas de derechos humanos, de la política y la militancia nacional y popular) o bien como un armado ultra-ficcional: el triunfo absoluto e indiscutible del mercado y los medios de comunicación; un triunfo tan extendido y totalizante que a su alrededor sólo se pueden organizar dinámicas lúdicas que simulan ponerlos en discusión, que los enfrentan, que los cuestionan (cuando, centralmente, lo reproducen al infinito, cuando, precisamente, los legitiman como espacios centrales de reproducción de la vida y de la política); un triunfo tan amplio y contundente que permite que, en el marco de este juego, se organice una suerte de ideología enemiga y combativa, una ideología nacional y popular, una ideología que despierta luego de la pesadilla neoliberal y que viene a decirnos, con gesto de vencedora, que la casa está en orden (incluso Charly García), que podemos hacer nuestra vida con absoluta normalidad, que podemos comprar lo que queramos que hay guita y estabilidad, que podemos hacer política que total 6, 7, 8 nos tira la letra. Como si fuera un guión. Total todo es una ficción. Y en esta ficción Charly García comparte cartel con Aníbal Fernández y con Ricky Fort. Y en esa ficción Charly García abraza con devoción a Santaolalla. Lo venera. Le dice que lo quiere (sí, a ese gordito que luego de pegarla con un jingle hippie bastante pelotudo llamado Mañanas campestres –que decía algo así como: “Corramos al bosque a preguntarle a un nogal // si es verdad que llueven rosas de cristal // si la luna se ha ido a pasear // Y el viento nos cuenta la historia de un lugar”… ¿qué hijo del proletariado podía escribir una canción con ese título, con esa letra, cuando en las mañanas, lejos de correr por el bosque y conversar con nogales y rosas, se trabaja cual mula y cuando el campo no es más que recuerdo de pasado lejano, de quizá una, quizá dos generaciones atrás? Ese gordito global multipremiado incluso con el Oscar, ese gordito que optó por vivir en Los Ángeles, por amarrocar guita laburando de productor. Abrazar y venerar, decíamos, a ese gordito vuelto gurú de la música y de la vida. (¡Y nosotros estábamos convencidos de que era al revés!  ¡De que el gurú era usted, García!). Y el abrazo se vuelve triangular cuando aparece León,  famoso león herbívoro que tan bien logró sobrevivir estos años a fuerza de pastillas —sobrevivir al pasaje de los galpones piqueteros, de los recitales organizados por Asambleas, de los Encuentros Campesinos y sus festivales a todo folklore a ser el número central de la fiesta de 15 de la hija de De Vido—. 
Estos son los verdaderos ’90. (Y también el verdadero ’83, ese momento en el que casi todo se volvía alfons/cinismo). Pero ahora sí el mercado, el profesional, lo técnico se imponen ya sin controversias. Ahora sí el mercado  incorpora, deglute y corona a todo aquello que caminaba por sus bordes, que ensayaba impugnarlo por dentro. Ahora sí disciplina al indisciplinable, al eterno drogadicto, al puto, al oscuro y ultra-quilombero, al asexuado ultrasexuado. A ese que (como Hebe de Bonafini, o como Viñas, o como Rozitchner) parecía inaprensible, incomprable. A los ’90 los resistió a fuerza de merca, whisky y joda. Y a los ’80 viviendo y grabando en New York, con pelo corto, con trajes (siempre estrambóticos) y con máquinas reemplazando a los músicos y a los instrumentos. Pero el costos de estas resistencias (de esta capacidad de imprevisión, de ese salirse del lugar asignado, del lugar común o predecidle, de esa facultad de estar siempre dos pasos más allá) fueron los últimos años antes de que la máquina de reconversión kirchnerista lo salvara. Unos años transitados con un cuerpo y una mente destrozados (por las drogas, por el alcohol, por la falta de sentido, por la derrota del dinero sobre el arte y la vida). Un cuerpo eternamente marcado, pintado, dibujado por el caos mental. Un cuerpo flaco, lánguido. Una mente en extremo lúcida. Es el tipo que hizo el Himno, una versión propia del Himno. Como si fuera un Prócer. Sarmiento o Blas Parera. Un cuerpo resistente cuando todo se vendía, cuanto todo se moría. Un gesto de resistencia de una Nación que, en el fondo, le importaba un huevo. Hoy, en cambio, parece cantar el Himno con placer, con gusto, con convicción (¿o con un cinismo tan extremo y sutil que adelgaza al máximo la línea que lo separa de la sumisión?). Un Charly García Neodesarrollista. Un Charly García vuelto Natalio Ruiz. Un Charly García vuelto Elton John. Con su cara regordeta que merma la presencia del otrora capital bigote; un bigote negro y blanco, y no este amarillito patito, clarito, cortito, chaplinesco. Payasesco. Pero era la figura que faltaba. La difícil. La que hubo que ir a buscar al hospital. A la que hubo que gestionarle un tratamiento. En la que hubo que invertir un fangote de guita para obtener este brillante producto reciclado. Hecho a nuevo. Vaciado de maldad.  Un Charly García copanizado: es decir, en tipo que se cree el Silvio Rodríguez de este cachivache, el tipo que es a la música y a la poesía lo que es  Ricardo Forester al pensamiento. Un tipo que no grabó el Himno Nacional sino el de River Plate. Que se presentaba como un galán grotesco de  los años ’80 que contaba “cuántas minas que tengo”, una suerte de subjetividad premonitoria respecto de los que vendría en los ’90. Un galán, además, algo fascista, que cuando el lunes temprano prepara la agenda piensa —en claro ademán de militante del Pro— “anoto a la rubia // descarto a la renga”. Un galán que es capaz de decir la palabra “monadas” (“Haciendo el balance // del fin de semana // me miro al espejo // y me digo monada...”). Y un Galán, sobre todo, fracasado, decadente, que acaba el fin de semana solo y masturbándose. El tipo que cuando todo se desarmaba a principio de los `90 proponía canchero atarlo con alambre (en lugar de prenderlo fuego). El tipo que, cuando joven, era bueno y medio boludo y ahora es viejo, bueno y totalmente boludo. Copani. No tal alejado de García). 


Además del himno, Charly cantó “Demoliendo Hoteles” (una suerte de carta de presentación de alguien que, entre otras cosas, se llevó muy mal con los hoteles, que revoleaba sus televisores, que mostraba el culo por la ventana de la habitación o se tiraba clavados desde el piso quince y “Cerca de la revolución” (“Me siento sólo y confundido a la vez // Los analistas no podrán entender // No se muy bien que decir // No se muy bien que hacer // Todo el mundo loco y yo sin poderte ver. // Pero si insisto, yo se muy bien te conseguiré. Cerca de la revolución // El pueblo pide sangre // Cerca de la revolución // Yo estoy cantando esta canción // Que alguna vez fue hambre // Estoy cantando esta canción”). ¿Todo en Charly García tiene significado? ¿Todo es una cadena de sutilezas? Charly García era el verdadero Barthes rioplatense. O el mejor ejemplo de Barthes cuando éste indagaba las publicidades, la moda y otras mitologías, desde ese momento, globales. Charly García, que era Barthes, ahora es Fito Paéz, ese tipo al que le pasó todo tan rápido que de ser un rosarino huérfano devino en exitoso empresario de sí mismo; el tipo que de repente vendió miles de copias, que tiene miles de fans en puerta de sus casa a los gritos y al que le hacen miles de notas. Y que le canta al amor. Pero sólo el cuerpo de García puede soportar algo así. Páez se entregó casi sin resistencia. Como si ya estuviera derrotado. Como si estuviese esperando ese momento. El pacto con el diablo se había cumplido. (Pero, ¿cuánto tardarán mis amigos en volver a emocionarse con algún tema de Fito?)

Todo es un show civilizado en el que todos estamos unidos y del mismo lado. (Gonzalo y Víctor Heredia. Sandra y Miguel Russo. Hugo Moyano y V. Hugo Morales. Leo Sbaraglia, Leo García, Leo Messi. El tontón de Varsky y el cabezón de Cappusotto. Liniers y Carpani. Alejandro Dolina y Juana Molina. Un tenor, unos mozos y millones y millones de compatriotas. Charly García y Copani (y Fito Paéz, y Santaolalla). Tod@s somos kirchneristas. Tod@ somos parte de este show del disciplinamiento masivo. Nada de andar rompiendo guitarras o parlantes, nada de patear micrófonos, ni de andar llegando tan quemado que no podés ni articular tu nombre. No. Esto es al estilo Fito Páez. O Vicentico. O Santaolalla. Tipos que entienden del billete. Profesionales. Tipos que no podían dejar pasar la invitación de festejar todos juntos los Derechos humanos y la democracia (¡Algo impensable tiempo atrás! )  Algo que en Argentina sólo podía volver a pasar si venían unos tipos como los que vinieron que hicieron lo que hicieron. Néstor y Cristina. El matrimonio salvador. Fuegos artificiales. Festejemos el día de los Derechos Humanos y de la Democracia. Festejemos junto a las Madres, las Abuelas y los Hijos (por fin la familia unida). Festejemos junto a Cristina que el finado nos guía desde arriba. Una fiesta de todos los argentinos. Algo que nos enorgullece como argentinos. Una verdadera fiesta de la democracia mientras que una verdadera lluvia de fuegos de colores estalla sobre nuestra cabeza. Show. Show. Show. Todo es un gran Show. En este punto, los ’90 son  absolutamente irreversibles. Ese personaje casi ficcional que era Carlos Saúl (un personaje que escapaba, al mismo tiempo, de la obra de Breat Easton Ellis y de una épica del Pepe Rosa, con montoneras y generales incluídos) extiende sus garras sobre esta construcción ultra-ficcional. ¿Qué es 6,7,8 (o Duro de Domar) sino la aceptación de la construcción de relatos ficcionales como el piso sobre el que se discuten las reglas de juego? ¿Qué es la intervención (no tanto en el sentido político como en el artístico) en el INDEC sino la certeza de que la realidad puede ser controlada, manejada, dibujada —y, sobre todo, la certeza de que no hay otro modo, en el campo de juego, que no sea éste—? ¿Qué es (o era) la pareja presidencial sino el esfuerzo constantes (segundo a segundo), de ambos, por autoconstruirse como personajes legítimos, poderosos, temerarios, personajes principales de la inconclusa tragedia argentina? Ellos supieron de inmediato que si no querían terminar como De la Rúa su ficción debía tener muchas más capas, mucho más coraje, mucha más ficción. Qué debía incluir enunciados, y prácticas, y actores que, si no eran incorporados, jamás podríamos festejar así, todos en paz, todos unidos, el Día Internacional de los Derechos Humanos, el Bicentenario, los 27 años de democracia y los tres años del gobierno de turno.

Charly García es el mejor ejemplo de esta capacidad de convocatoria del kirchnerismo, de su capacidad de ficcionar, de inventar personajes. No hay salvación.

Ermindo Omega