La “potencia” del estado



I.                    La división de lo político

Hasta hace poquito más de década creíamos fervientemente en aquello de que la política era una esfera relativamente separada de la praxis en su conjunto. Algo así como su culminación positiva. Aquello que re-totalizaba y ennoblecía al conjunto en superación de sí mismo. Situados en un momento aplazado de esa auto-superación, trabado por una pluralidad de injusticias y bloqueos, así como por una multiplicidad de divisiones anacrónicas que debíamos enfrentar. La política se nos aparecía como restitución/creación de un proceso de reconciliación virtuosa por alcanzar en el espacio de un antagonismo por dar contenido a una nación refundada. Todo lo cual implicaba, como mínimo, el control efectivo del estado, como el más relevante de sus dispositivos. Es decir: el manejo, al menos provisorio de la instancia del poder cristalizado.

Algo sucedió, sin embargo, en nuestras cabezas adolescentes. La experiencia de un estado nacional gestionado por partidos socialistas, populistas y socialdemócratas de otras regiones más vastas del mundo hizo trizas aquellas ilusiones en que se sustentaban nuestros esquemas heredados (en síntesis, me refiero a la entonces añorada ecuación socialismo libertario = partidos de izquierda en el poder). Algo más ocurrió. Al mismo tiempo que esta debacle se sucedía, y por un sistema de enlaces causales simultáneos, esta frustración vino acompañada por la exacerbación de los atributos de la potestad del capital concentrado, en muchas ocasiones más poderosos que los estados mismos, o con recursos suficientes para orientarlos según sus intereses. El capital resolvió (globalizó) por arriba, lo que las luchas intentaban replantear -de modo antagónico- por abajo. Los estados se convirtieron ellos mismos en instancias globales de producción de narraciones nacionales (“Movistar, sponsor de la selección argentina”, etc).    

Las luchas sociales, las aventuras intelectuales y las militancias de vocación emancipatoria tuvieron entonces  que asumir una polémica histórica, que estimo aún hoy irresuelta: ¿conservamos o mutamos nuestra propia  comprensión de lo político, es decir, del modo de transformar las sociedades? La aparición del zapatismo, allá por enero de 1994, dio inicio formal a esta compleja reflexión en el terreno de las ideas y de las prácticas.


II.                  Ciclos

Estamos lejos de un balance definitivo, pero percibimos dos momentos claros (siempre pensando en Argentina y, a los sumo en América Latina). Un primer momento,  de excentración del estado y la mirada tradicional de la política con su eje clase/pueblo/partido/estado, y la proliferación de un nuevo protagonismo social expresado de modos variados (organizaciones sociales, grupos intelectuales, múltiples militancias) cuyo principal logro fue destituir los rasgos centrales (represión, uso de lenguaje) del llamado neoliberalismo (Digamos: del 1 de enero de 1994 a la llegada al poder de Evo Morales Bolivia, durante el 2006).

El segundo momento (iniciado en algún momento de la secuencia 2003/2006) es el llamado retorno de lo político (y con él, del estado), a partir de la constitución de gobiernos llamados progresistas, en parte de Sudamérica. Visto desde la perspectiva del ciclo anterior, se trata de un proceso cargado de avances y de ambigüedades. Del mismo modo, si se observa aquella primera fase desde esta segunda pude decirse que se trató de un momento fenomenal de apertura, incluso de un punto de inflexión, aunque incapaz de determinar constructivamente un nuevo contenido en el nivel institucional. La actual recurrencia a dispositivos más tradicionales en el orden institucional obedece, sobre todo, a este juego de interpretaciones. Así, los gobiernos progresistas ocupan un estado que ha vuelto a funciona como “condensación política de fuerzas” sociales.

¿Tenemos, entonces, que volver a las viejas ideas, como si el debate hubiese concluido?


III.                Distribución de lo sensible

Quienes afirman que sí, adosan su interpretación propia a la exhibición de la potencia del estado en derechos humanos, en asistencia social, en desarrollo industrial, y tienden a sonrojarse cuando se enuncia la ineficacia de esas mismas instituciones a la hora de plasmar la dimensión libertaria que atribuyen a tales progresos, o la perduración de invariantes de la acumulación neoliberal.  Una renovada modernidad capitalista –mucho más interesante y sensible que la de la fase neoliberal pura- se propone, entonces, como horizonte emancipativo, o por lo menos, como un pase en ese camino. La complejidad de la coyuntura, en la que cada día se avanza o retrocede unos centímetros se torna entonces en el horizonte absoluto de este “retorno de lo político”.

Los militantes, intelectuales y movimientos que operan en este nivel, suelen hacerlo lúcida y apasionadamente, si bien en coexistencia con un entramado no exactamente “idealista” de redes sociales e institucionales con las que deben lidiar noche y día. Pero junto a ello, otra pasión se activa: la de la refutación a todos aquellos que no acabamos de entusiasmarnos con los términos de esta re-identificación entre lo político, el estado y una nueva versión de su autonomía relativa.

Como se ve, el debate entre modos de pensar lo político se continúa también en esta nueva fase. Para la militancia que sostiene como prioridad difundir los puntos de vista de los gobiernos progresistas, se activa una visión reactiva respecto de los rasgos dominantes de la primera fase. Como si al organizar su práctica tuviesen que demostrar que no hay praxis política por fuera de su propia concepción.

A la inversa, quienes vemos con ojos que se resisten en aceptar la pretendida autonomía de lo político, no podemos evitar insistir en los evidentes síntomas de una crisis persistente de representación. Y, junto a ella, costado más reaccionario de la reposición de una idea de orden, de institución soberana representativa,  de desplazamiento de las prácticas sociales a un estatuto de “pre-político”.



IV.               Lo sagrado y lo profano

Esta semana la presidenta Cristina de Kirchner afirmó que ya no hay violencia en Argentina. De un modo del todo comprensible se refería a que ya no existen prácticas institucionales sistemáticas de desaparición de personas ni golpes de estado. Y que quienes insisten con el discurso de la argentina violenta e insegura son, sobre todo, aquellos miembros de porciones de las élites que fueron desplazas luego de la crisis del 2001, y del proceso iniciado durante mayo del 2003.

En el mismo momento en que la presidenta hablaba, y en que quien esto escribe sentía satisfacción por oír esas palabras, se iniciaba una pueblada en la ciudad de Bariloche, con tres muertos de una barriada popular en manos de una policía provincial que utilizó balas de plomo.

La complejidad de esta puesta en serie es evidente: ¿desmiente esta violencia el espíritu de las palabras de la presidenta? Evidentemente no, en la medida en que la represión policial no es directamente imputable a medidas resueltas por el gobierno nacional; porque constituye una verdad cierta (tan apreciable como defendible) que no hay un tratamiento sistemático de represivo del conflicto social y, más polémico, porque esta violencia no atañe de modo directo a “militantes políticos”, categoría que inviste hoy de un poder sagrado (la ambivalencia es clara: efecto democrático y operación de separación). Sin embargo, y a mismo título de verdad, puede responderse que sí estamos ante una pavorosa desmentida, en la medida en que el retorno de la “potencia del estado” deviene inseparable de su capacidad de ordenar lo social por medio de un conjunto de distinciones entre aquello que es “político” y aquello que no lo es (lo “social” o pre-político/profano).

Cada una de estas verdades no es tal que pueda negar sin más a la otra como su verdad. Al contrario, las condiciones de la lucha contra la represión han mutado favorablemente en general. Sin embargo, hay algo evidente en los casos de gatillo fácil: a 25 años de la normalización institucional estos casos se ha convertido en consustanciales de la democracia neoliberal, y ya no pueden ser pensados solo como herencia no elaborada de la dictadura.


V.                 Democracia y soberanía

Esta misma semana se ha levantado el corte de rutas más largo, visible y e incómodo para el gobierno: el que sostenía la asamblea de Gualeguaychú. Hubo amenazas de todo tipo, diálogos secretos, tácticas cambiantes: aprietes, elogios, tentativas, idas y venidas, pero desde el inicio el gobierno se comprometió a no reprimir, y no reprimió. Esa ardua negociación se tejió con el hilo de una trama que alcanza, por ejemplo, la reciente presidencia de Néstor Kirchner en Unasur.

¿Se puede relatar este conflicto a partir de la potencia de un estado que hace cumplir la ley enfundado en sus potestades soberanas? Evidentemente no. La paz surge de la paciencia mutua, y la negociación. De la potencia de la acción directa, de la persistencia en la masividad, y en el carácter inmediatamente trasnacional del conflicto mismo.

La paradoja es evidente: la represión que hubiese ratificado la declamada recomposición soberana del estado argentino sobre sus rutas es del todo incompatible con el proceso político en curso. Duhalde, que dijo que “no se puede gobernar con asambleas” y que luego de pasar al acto tuvo que irse antes de tiempo, dio paso a un tipo de gobierno muy diferente del conflicto social, fundado en la negociación y el juego de reconocimientos parciales. La evidencia de contradicciones entre proceso democrático y doctrina soberanista del monopolio de la violencia legítima constituye un punto admirable de sutil pugna social y encuentro no reglado entre dinámicas de desborde del dispositivo clásico de la soberanía, y técnicas ad hoc de producir gobernanza de lo social en su estado actual.


VI.                Dialéctica de gobierno y “desgobierno”

El punto de partida divergente puede entonces presentarse del siguiente modo: lo que para unos representa el “retorno de la política” (la vuelta de una instancia de autonomía de lo político, de lo simbólico) luego de la fase neoliberal/crisis, para otros representa una fase de “disolución de lo político” en la medida en que la praxis resistente da lugar a una distancia entre prácticas que son “políticas” y las que ya no lo son  (es decir, consideradas “meramente sociales”).

Esta prolongada divergencia, que ha ido mutando durante los últimos años hasta casi desaparecer de la esfera visibilidad, vuelve a hacerse presente, sin embargo, bajo la forma de una puja por los modos de usufructuar el común. Mi hipótesis es que no es posible separar de un modo determinante la capacidad de crear dispositivos jurídicos, políticos y narrativos para gobernar lo social, de la multiplicación de signos que refieren a un desborde continuo de lo social mismo respecto de aquellos dispositivos de gobierno.

¿Constituye este “desborde” una ocasión para fundar otra imagen de lo político, aún a sabiendas de que lejos de crear momentos “constituyentes” estas dinámicas suelen resolverse en una consistencia promiscua resistente a cualquier molde de politización? ¿Debemos, por el contrario, festejar esta nueva disposición gubernamental de desplazar sus bordes mismos hasta volver a enlazar estos desplazamientos al orden político y legal, incluso cuando constatamos que en no pocas ocasiones esa resolución no hace sino restituir los términos de una división jerárquica de lo político/social?

Preguntas, y más preguntas, porque la situación es compleja. Desestimar el reconocimiento logrado, y los espacios conquistados tras décadas de luchas sería tan retrogrado (antes quienes sueñan con dar pasos atrás) como admitir, en nombre de estos logros, las dimensiones persistentes de gobierno reaccionario de lo social. ¿Se abren posibilidades nuevas de pensar y actuar cuando se redefinen de este modo las tensiones del momento?


VII.             Sociología y almanaques

Lo reaccionario, me parece, consiste en desplazar la fecha del almanaque del 2001 al 2003. Y, más aún, de hacerlo a partir del impulso razonante del sociólogo, cuya lección consiste en dividir a los movimientos emancipatorios en dos partes opuestas, al atribuir a los obreros la lucha por los lazos comunitarios y contra la miseria, y a los jóvenes hijos de la clase media y alta el deseo individualista de creatividad autónoma, ganas a la coacción de los antiguos lazos comunitarios.  “Emancipación social” para los primeros, y “emancipación estética” para los segundos, en detrimento de los primeros.


Ranciére nos recuerda, de este modo, lo que habíamos empezado a olvidar con el ajuste del calendario: que la lucha colectiva por la emancipación obrera no ha estado jamás separada de una experiencia nueva de vida y de capacidades individuales, ganadas a la coacción de los antiguos lazos comunitarios, implicando una ruptura con los viejos modos de sentir, ver y decir que caracterizaba a lo obrero en el orden jerárquico antiguo.       


VIII.           Potencia del tiempo

Existen estos períodos de un auténtico desorden de clases y de identidades que la sociología conjura en pos de otros períodos de activación de los mecanismos de reconstitución institucional, y de una distribución más estable entre “clase”, “manera de ser” y “formas de acción”.

Percibida esta dinámica, podemos examinar las tensiones que recorren todo a todo el debate en torno a la naturaleza de los multitudinarios festejos del último bicentenario.
Hemos sido testigos –sino víctimas- durante años de una pugna por el tiempo, por controlarlo, por dominarlo, por retomar un poder de las élites sobre el porvenir. En eso ha consistido la nunca del todo desaparecida teoría moderna de la revolución y de la hegemonía, con sus infinitos matices. Percibo que este modo de explicar las cosas se ha vuelto más y más restrictivo, cuando la lucha esencial –lo político mismo en tanto que capacidad de crear lazo social- aparece ahora como territorio mixto, en disputa, recorrido por una pluralidad de dinámicas y pugnas por el reconocimiento pleno de las potencias de los otros.

Fatigoso pasaje de una fase en que la lucha por el tiempo constituía el sentido de lo político, a una fase en la cual el tiempo constituye él mismo el escenario de una pugna incesante, un escenario que se reabre cada vez que se lo intenta simplificar demasiado. Un espacio complejo, de unificación imposible, que no ceja de desmultiplicarse para exhibir las formas de un desborde aún incompresible y desafiante que desestabiliza todo orden de identidades en que descansa el paradigma de la gubernamentalidad.


DS, apuntes del sábado 19 junio de 2010